Todo el que ha criticado al nacionalismo institucional ha tenido que asumir, además, la amenaza de ETA. Que ese nacionalismo se haya aprovechado durante 30 años de esta enorme ventaja en el debate público es seguramente lo más inmoral de la política vasca. Ésta ha sido la razón fundamental para que en Euskadi no haya surgido un sistema de valores alternativos en la opinión pública.
En estas jornadas -que en memoria de Mario Onaindia se organizan todos los años- yo no voy a plantear un análisis del pensamiento de Mario, pero si voy a referirme a dos temas, democracia y nacionalismo, que son los dos grandes temas que los que venimos desde el nacionalismo romántico de la dictadura hemos tenido que encarar y darles una solución. Responder de forma razonable a las dos preguntas (qué es la democracia y qué es el nacionalismo) han sido los dos grandes problemas que hemos tenido que resolver. Mario, ciertamente, fue pionero, honestamente pionero, en buscar respuesta a estas dos preguntas desde la mirada de la izquierda. Otros, como Joseba Arregi, han hecho el mismo camino desde la mirada del centro-derecha. Pero al final las preguntas eran las mismas y las respuestas han resultado sorprendentemente parecidas.
Voy a plantear esta conferencia en dos bloques: en el primero analizaré los elementos no democráticos del nacionalismo, y en el segundo, la dictadura de la opinión pública, obviamente controlada por el nacionalismo.
¿Es democrático el nacionalismo?
En este país hemos creado tal berenjenal mental que se oye a menudo que cualquier opinión es legítima y válida, sea lo que sea lo que propugna, con tal de que no utilicen la violencia terrorista. Pues yo creo que no. Una cosa es admitir las divergencias políticas no sólo como legítimas, sino como necesarias y como un valor positivo, y otra cosa muy diferente meter a todos en el mismo saco, también a los planteamientos que quieren anular la democracia misma. Y aquí hago la primera afirmación de principio: sin democracia no es posible la diversidad de ideas y planteamientos políticos. Todo planteamiento político que busca anular la democracia hace imposible la existencia de diferentes ideas o diversidad.
Una de las cosas que más me asombran últimamente es que a las afirmaciones del nacionalismo liderado por Ibarretxe no se le hagan enmiendas democráticas. He oído declaraciones de Ibarretxe que atacan y destruyen la esencia misma de la democracia, he leído artículos, firmados por supuestos sesudos catedráticos, que aportan las bases teóricas de un totalitarismo sin fisuras. Y en este ataque a la democracia se han unido -no hay nada nuevo bajo el sol-, la gente del régimen nacionalista con los representantes posmodernos de la izquierda progresista. Esa izquierda «bon vivant» que nunca ha sido democrática, pero que siempre ha sabido buscarse un sitio en lo políticamente correcto.
Me parece que en Euskadi los que defendemos la democracia sin complejos no somos una tribu excesivamente numerosa; yo espero que hoy consiga algún adepto más.
¿Qué es la democracia?
La verdad, entre nosotros es algo que no está nada claro. Es más, en el imaginario más común la democracia está llena de tópicos antidemocráticos. Y como muchos de esos tópicos han pasado de las ideas a las creencias, resulta realmente difícil criticarlos, yo lo voy a intentar. Voy a correr el riego de recordar cosas muy elementales, pero que me parece necesario aclarar.
Es necesario aclarar de forma razonable entre nosotros qué es la democracia para poder identificar y criticar aquellas actitudes no democráticas, en concreto las nacionalistas. Aunque a la izquierda le vendría bien que, de una vez, se aclare qué es la democracia que acepta para poder plantear dentro del sistema sus reivindicaciones. Hoy nos encontramos, en la izquierda, con la paradoja de que en práctica acepta la democracia representativa liberal, en el que tiene grandes problemas para presentar sus valores, y a la vez plantea nuevas formas democráticas, supuestamente más progresistas. En la realidad lo que está ocurriendo es que la izquierda en el poder es incapaz de plantear políticas de izquierda mientras sueña con sistemas democráticos imposibles.
Es creencia, asumida por muchos, que la democracia ideal es cuando el pueblo decide directamente los asuntos políticos. La aceptación de la democracia representativa se basa, según este criterio, en que materialmente no es posible, por ser muchos, el que todos los asuntos políticos sean decididos directamente por los ciudadanos. Por ello siempre se trata a la democracia representativa con desdén, como un mal menor que tenemos que aceptar, pero queda la reivindicación permanente de lo mejor es que decida el pueblo, y si no puede decidir todo, por lo menos en las cosas importantes debiera decidir.
Lo digo ya sin rodeos: esto es absolutamente falso. Son afirmaciones que cuando se llevan a la práctica terminan siempre anulando la democracia. La democracia moderna nunca ha prometido, ni pretendido, que el pueblo directamente decida los asuntos políticos, es más, le tiene santo terror a este planteamiento. Yo me refiero a la democracia moderna, a la que tenemos en los países occidentales y no la antigua democracia sustentada sobre una sociedad esclavista y que fracasó hace como 2.500 años. Hago ahora otra afirmación: el objetivo de la democracia moderna no es, insisto, que el pueblo decida su futuro, sino que pretende que cada ciudadano pueda decidir razonablemente su propio futuro personal. Es para mí una distinción básica y fundamental. Lo que la democracia pretende es la autodeterminación del individuo, no que el pueblo en masa decida de forma directa los asuntos públicos. La democracia es un sistema, y sigo aquí a Bobbio, que define cómo se eligen a los que van a decidir las cosas colectivas, y quienes están autorizadas a ello.
Quiero aclarar de entrada algunos conceptos.
Soberanía popular
Aunque se suele utilizar como origen, legitimación del poder, para mí no tiene ese valor. ¿Una asamblea popular que se reúne y elige un dictador, -dicho entre paréntesis es el gran miedo de la democracia- es legítima? Para mí la soberanía popular tiene dos elementos de interés. La primera es la afirmación de que el poder no puede estar en manos de un solo, sea persona o grupo. El segundo gran invento de la soberanía popular se instaura en 19 de mayo de 1789 cuando el tercer estado dice que representa a toda la nación. Y me parece que es fundamental en el sistema democrático. Lo que se afirma con esto es que todos los ciudadanos que habitan el mismo ámbito territorial forman un único cuerpo político. Que no pueden existir categorías diferentes en la representación política. Que la representación es única.
La legitimación del poder
Las ideologías se auto legitiman por los objetivos que dicen perseguir. Si lo que quiero es bueno, mi ideología es buena. Los sistemas políticos se deben legitimar por lo que hacen. El ejercicio es lo que da legitimidad a los sistemas. La legitimidad del sistema democrático no está en la soberanía popular sino en su propio ejercicio; es un sistema auto legitimado. Esto se comprueba con las promesas incumplidas. Es una lección que la izquierda debiera grabar a fuego, porque la trampa habitual, la crítica más común, desde la izquierda a la democracia representativa es contraponer los objetivos ideales, nunca cumplidos, de su ideología, con los resultados palpables de la democracia «realmente actuante» como decía Bobbio. Analizando ese problema en el comunismo, Witold Gombrowicz lo planteaba como los «problemas técnicos del comunismo» ¿Qué cosas de las prometidas ha cumplido el comunismo? ¿Los obreros tienen realmente el poder político? ¿Viven mejor que en los sistemas democráticos? Estos problemas técnicos son la prueba del algodón de cualquier sistema.
La democracia es fundamentalmente un «sistema político» que plantea que nadie, ni siquiera el pueblo, puede tener todo el poder, pero en el que todos pueden participar. Leszek Kolakowski, en un glosario irónico define la democracia «como sistema en el todos se imaginan que gobiernan, pero nadie deja de quejarse porque no manda lo suficiente». Algo de verdad hay en ello. La democracia es un sistema en que nadie en solitario tienen todo el poder, ni siquiera el pueblo, pero en el que todos pueden participar.
Quisiera hacer una diferenciación entre ideología y sistema, que me parecen que puede clarificar el debate. Una ideología es un conjunto de propuestas coherentes que proponen un modelo sociedad en el que se resuelven los problemas más importantes. Sartori afirma que la ideología es un conjunto de ideas que pasan a ser creencias. El modelo por excelencia sería el comunismo.
La democracia no responde a este modelo. La democracia no es una ideología, es fundamentalmente un «sistema político». La democracia no promete construir una sociedad de hombres buenos que han resuelto sus problemas. Es un sistema que intenta garantizar de forma razonable un espacio donde las personas puedan vivir sin matarse, pero que no pretende, en ningún caso, buscar la solución definitiva. Es más, detrás del sistema se esconde la afirmación de que una sola solución no existe: intenta gestionar las divergencias, que se reconocen positivas e innatas a la naturaleza humana.
Y ahora que hablamos de naturaleza humana, quiero hacer un inciso sobre esto, más en concreto sobre el mal. Porque una la diferencia entre la democracia como sistema y las ideologías me parece que es la forma que tienen de reconocer el mal. Normalmente las ideologías reconocen que existe el mal en el mundo. Pero afirman que la causa del mal es ajena y exterior a su propia ideología, y obviamente ajena a las personas que defienden esa ideología. Claro que existe el mal, dicen las ideologías, pero es consecuencia del sistema, de la globalización, de las otras ideologías que quieren perpetuar las injusticias. Pero nosotros vamos a cambiar el sistema, vamos a hacer frente a la globalización, venceremos a las otras ideologías que quieren perpetuar las injusticias, y entonces el mal desaparecerá.
La visión de la democracia es totalmente diferente sobre este tema. El sistema democrático reconoce que el mal está dentro de cada uno de nosotros. El sistema democrático reconoce la naturaleza humana en su realidad: el hombre tiene tendencias al mal y al egoísmo, pero también a la bondad y al heroísmo. La democracia es la persona que piensa mal de todos y por eso pone medidas. No dice que no haya personas buenas. Toma las medidas para que las personas buenas no puedan convertirse en malas en el ejercicio del poder. Cuentan que un viejo socialista eibarrés, en la época de la república, cuando había que elegir un cargo solía decir: «Gure artean onena behar dogu autatau, eta gero, lapurrik handiela legez zaindu». Debemos elegir el más honesto de nosotros y, después, controlarlo como si fuera el mayor ladrón. Esta afirmación resume el espíritu del sistema democrático. Todo el sistema democrático está lleno de medidas para impedir que alguien, una persona, un grupo, puedan hacerse con todo el poder. Es cuestión obsesiva del sistema: el poder nunca debe concentrarse en uno sólo. Y por ello se crea algo externo a la voluntad subjetiva de las personas que debe ser respetado por todos: es la legalidad constitucional.
Dicho esto, nos preguntamos ¿qué elementos del nacionalismo son antidemocráticos?, ¿qué propuestas del nacionalismo rompen el sistema democrático?
La negación de la legalidad
Siendo este sistema democrático, fundamentalmente procedimental. La negación de la legalidad anula totalmente el sistema. Entre nosotros la negación de la legalidad, su menosprecio es seguramente uno de los mayores problemas. ¿Por qué está tan extendida en Euskadi esta visión negativa de 1a legalidad, este enfrentamiento entre ley y libertad?
Dos tendencias se han unido para hacer tan amplio el rechazo a la legalidad; el nacionalismo y la izquierda, que por diferentes motivos coinciden en esto. Es cierto que también pesa la experiencia de la dictadura en ello. En una época en que ley y opresión eran sinónimos, la legalidad quedó con una enorme carga negativa. Pero hace ya 30 años que no tenemos dictadura y muchísima gente en Euskadi sigue pensando que la ley limita la libertad.
A la izquierda le resulta tan difícil pronunciar democracia representativa como a los nacionalistas estado constitucional. Todos los tópicos de la democracia burguesa, como medio para ejercer el poder sobre el proletariado, siguen amarrando a la izquierda. La izquierda acepta, en la práctica, habitar en la democracia representativa pero con la sensación de haber sido expulsados del paraíso verdaderamente democrático y siguen planteando nuevos caminos al paraíso añadiendo adjetivos a la democracia, para recalcar que el que habitan no es el suyo. Por ello, la izquierda no termina de aceptar el sometimiento a la legalidad como elemento constitutivo de sociedad libre. Yo le propondría un ejercicio elemental: repetir tres veces cada mañana: «La democracia basada en el constitucionalismo liberal ha triunfado, pero ha triunfado al precio de aceptar la democracia y añadir a la libertad el valor de la igualdad.»
El planteamiento nacionalista es diferente. No niegan el constitucionalismo, pero afirman que ésta no es nuestra Constitución. Y por ello quedan todas las leyes deslegitimadas. La única razón para acatar las leyes es la fuerza del estado: Por razones prácticas no nos podemos sublevar pero, si tuviéramos poder suficiente, no hay duda de que diríamos: hasta aquí hemos llegado, quedaos con vuestra constitución, que nosotros haremos la nuestra. Y éste es el discurso literal, estos días, no de Ibarretxe, sino de Urkullu. El problema es que como consecuencia de esta afirmación el nacionalismo se queda sin legalidad. La ley para el nacionalismo se convierte en mero instrumento. No tiene valor en sí mismo. Si me viene bien, lo acepto y utilizo; si me viene mal, lo tergiverso y denuncio. Al anular legitimidad a la legislación queda como guía suprema la voluntad: la voluntad del que tiene razón. Este ataque total a la legalidad es sin duda una de las cosas más antidemocráticas, y vía libre al totalitarismo. Si no tenemos ley, qué nos queda: la voluntad. Estos días vemos que el valor supremo para nacionalismo es la voluntad frente a la legalidad. La deslegitimación de la legalidad ha sido tan drástica que ni siquiera la legalidad generada por el propio nacionalismo tiene ningún valor. La tramitación de la ley de consulta es prueba de ello. Quiero manifestar que la primacía de la voluntad frente a la ley es, precisamente, la característica típica del totalitarismo. Recordaros que el título del documental que filmó Leni Riefenstahl sobre el congreso nazi de Nuremberg el año 34 se titulaba precisamente «El triunfo de la voluntad».
Pero es verdad que el nacionalismo tiene un problema técnico para asumir el estado constitucional común. El nacionalismo pretende la segregación de un territorio. Es su objetivo político aunque yo diría que este no es el objetivo más característico del nacionalismo y ningún estado constitucional permite la segregación. Y aquí tenemos un problema sin solución. La democracia se define como sistema abierto, es decir, que permite modificaciones internas desde dentro, sin derrocar el sistema mismo. Obviamente, hay modificaciones que están prohibidas: por ejemplo, ningún parlamento puede decidir anular las elecciones. Alguno dirá: la democracia prohíbe algunas modificaciones, la independencia es una de ellas. Así es la cosa. La diferencia está en que las cosas que prohíbe la democracia, las prohíbe porque anulan la democracia misma. Si un parlamento nombra cargos representativos vitalicios, la democracia ha dejado de existir. Por eso lo prohíbe. Pero nadie puede afirmar que el mero hecho de dividir el espacio territorial democrático, por sí mismo, anida la democracia: es posible que si separamos en dos estados un estado democrático, los dos nuevos sigan siendo democráticos. La independencia, en sí, no es una cosa antidemocrática; otra cosa muy diferente es la construcción nacional, con o sin dependencia. Por ello, los estados constitucionales debieran buscar la fórmula para dar salida a esta pretensión. La formula canadiense no parece descabellada. Este es un tema que la democracia debe abordar desde la propia democracia, porque si no, toda secesión requiere necesariamente de un acto revolucionario, una ruptura del sistema.
La otra cuestión que permanentemente plantean los nacionalismos es la siguiente: si otros han podido ¿nosotros por qué no podemos? Con este «otros» no plantean solamente, ni principalmente, la independencia, sino la construcción nacional. Y aquí sí debemos ser claros. Lo que otros han hecho en el pasado no nos autoriza, en ningún caso, a que lo podamos hacer nosotros ahora. Y aquí el nacionalismo sí tiene un problema serio de democracia. La cuestión antidemocrática no está en la independencia sino en el modelo de estado que quieren construir. Y quiero incluir un concepto que para mí es clarificador: la democracia suficiente. La democracia suficiente significa para mí los elementos mínimos exigibles a un sistema para hacerlo aceptable. Estas condiciones varían con el tiempo y son -seguramente- el mejor indicador de la profundización de la democracia. A principios de siglo había democracias europeas, no las vamos a poner en duda, pero las mujeres no tenían voto. Hoy no se podría plantear una democracia que no reconociera el voto de la mujer. Este elemento ha sido incluido como requisito de la democracia suficiente.
La construcción nacional tiene dos elementos que son totalmente contrarios, una a la esencia de la democracia y otra a la democracia suficiente: la primera es crear categorías entre sus ciudadanos, y segunda es la homogeneización de los ciudadanos nacionales. Son cuestiones intrínsecas a la construcción-nacional, no meras perversiones puntuales. Y aquí mirar los problemas técnicos, en el sentido de Gombrowiez, de la construcción nacional es pertinente. Ver realmente qué ha pasado en las construcciones históricas. Y no vale la disculpa tan utilizada por los comunistas occidentales respecto a la URSS, si pero eso son perversiones practicas no el objetivo. Todas las construcciones nacionales lo primero que han hecho es definir dos categorías de ciudadanos: los nacionales y los que no. Eso ha pasado siempre. También ahora, no sólo a principios de siglo. El caso yugoslavo es extremo: además de los cientos de miles de muertos, más de un millón han sido deportados, expulsados. Y vendrá alguien diciendo que eso no es construcción nacional. Hombre, no sé yo, pero las guerras y las deportaciones han sido guiadas y promovidas por el nacionalismo. Otro caso que no ha hecho nada de ruido, y me preocupan más porque han sucedido en repúblicas supuestamente democráticas y que pertenecen a la Unión Europea: las repúblicas bálticas. Estonia, con 1.500.000 de habitantes, les quitó la ciudadanía a 500.000, dejándolos como apátridas sin ningún derecho. Y aquí también. En la propuesta de nuevo estatuto, Ibarretxe incluye dos categorías de ciudadanos: los ciudadanos y los de nacionalidad vasca. Dice que no tiene consecuencias legales. Bueno, no tiene porqué no tiene poder suficiente para que tenga. El mero hecho de tener ciudadanos de dos categorías es la mayor ruptura democrática. Es como se rompe lo que he definido como esencia de soberanía popular: el cuerpo político único de todos los ciudadanos. Aquí se rompe la verdadera soberanía popular.
Si Ibarretxe consiguiera su estatuto, presumiblemente, empezaría diciendo que los funcionarios sí tendrían que tener nacionalidad vasca, para terminar invitando a los que no lo tengan que abandonen el país. El definir dos tipos de ciudadanos es absolutamente imprescindible en la construcción nacional para poder definir el modelo de ciudadano nacional. Nunca se ha hecho de otra manera, y en el nacionalismo vasco es algo recurrente el vosotros y el nosotros, que es la forma coloquial de definir dos categorías.
El otro elemento antidemocrático es la homogeneización identitaria. Todos debemos tener la misma identidad. Ya sabemos que no es así, pero precisamente es el objetivo de la construcción nacional: conseguir que sí tengamos la misma identidad.
Esto ya no es posible en las democracias suficientes de la actualidad. Los dos elementos más característicos de las democracias post segunda guerra mundial son la creación del estado de servicios y la ampliación del espacio personal no regulado por el estado. Hay cada vez más cosas que el estado no puede decidir. Y el ámbito de la identidad personal es seguramente el que de forma más radical ha quitado la tiranía del estado y la opinión pública. El estado ya no puede decidir la identidad personal. No puede definir, por ejemplo, el modelo de relaciones personales o de pareja. Cuando se ven encerrados en una discusión un nacionalista siempre contesta lo siguiente: bien, pero para mí el nacionalismo es un sentimiento. Y nadie puede decirme lo que yo tengo sentir. Efectivamente. Nadie le puede decir lo que tiene que sentir. Pero a mí tampoco. Por eso mismo el estado no 1o puede imponer a nadie. Y otra cosa que los nacionalistas deben aprender y aceptar: Los sentimientos no se pueden decidir en votación. Es espacio de la identidad personal fuera, ya, de las garras del estado. El nacionalismo de construcción nacional debe abandonar estos dos elementos si quieren habitar en democracia. En esto debemos ser claros: no hay pacto posible.
Debemos contestar: vosotros no tenéis derecho a ese estado nacional. Pero no sólo vosotros, nadie tiene derecho a ello, ni el estado español, ni el francés ni ningún otro. Eso pasó una vez, pero no puede volver a pasar. La democracia suficiente hoy no acepta estas cosas. Queréis construir un estado nacional que ya no existe y no vamos a permitir que exista nunca más. Pero debemos aclarar una cosa. Cuando dicen: ¿si existe el estado español, por qué nosotros no podemos tener el nuestro? Pues porque el estado español ya no es del tipo de estado que vosotros queréis. El estado español ya ha renunciado a la identidad homogénea. Y si hay algunos sectores que piensan así -que los hay-, no es razón para nosotros hacer lo mismo en Euskadi sino para criticar a esos que quieren un estado homogéneo español.
Y entonces qué hacemos con el nacionalismo, ¿lo prohibimos? Hombre, pues no. El nacionalismo es la única ideología del pasado que no ha tenido una refundación. Y sí debemos exigirle sin miedo una depuración de los elementos antidemocráticos. El comunismo lo ha tenido que hacer. Comunista se puede ser, pero no te vamos a dejar que construyas un estado soviético. El comunista puede mantener y reivindicar los valores clásicos de la izquierda, pero tiene que renunciar a su modelo de estado, porque mata la democracia. Al nacionalismo debemos exigirle sin complejos lo mismo: tiene usted que renunciar al estado nacional, a la construcción nacional. Puede defender los valores clásicos del nacionalismo, pero tiene que renunciar al restado nacionalista.
LA TIRANÍA DE LA OPINIÓN PÚBLICA
«Si una persona teme hacer pública su opinión, termina por no pensar lo que no puede decir». Sartori.
En esta segunda parte voy a hablarles de la opinión pública, más en concreto de la tiranía de la opinión pública, que entre nosotros tiene unos rasgos especialmente alarmantes.
La opinión pública no es algo que haya existido desde siempre. Surge con las sociedades modernas, amparada en los medios de comunicación, la enseñanza masiva y la libertad de expresión. En un sentido amplio, la opinión pública cumple varias funciones, fundamentalmente, en las sociedades democráticas: control del poder político, plataforma para socializar nuevas ideas, corpus de verdades compartidas, etc. Yo sólo me voy a referir aquí su función prescriptiva.
Cualquier sistema de normas se caracteriza por una prescripción y por una sanción si no se cumple la prescripción. Es decir, el objetivo de la opinión pública mayoritaria, en la función que ahora analizamos, lo que denominamos «lo políticamente correcto», es modificar el comportamiento de las personas de cuerdo a unos patrones previamente definidos. En este sentido funciona como un sistema normativo, si bien con características propias.
Hay una propuesta de comportamiento y hay, también, una sanción social por su incumplimiento. La diferencia con un sistema normativo formal es que mientras en ésta la mayoría de las prescripciones son negativas, en la opinión pública hay muchas prescripciones positivas. La norma formal, la mayoría de las veces, vos dirá: no hagas eso. La opinión pública muchas veces nos dirá: tienes que hacer eso.
La otra gran diferencia entre el sistema normativo formal y el de lo «políticamente correcto», y es en esencia la mayor diferencia, es que mientras en el primero tenemos un procedimiento tasado, en el segundo no hay procedimiento formal, es algo difuso; los límites no están claros.
La gran ventaja del sistema normativo formal son dos características que tiene necesariamente: la publicidad y el procedimiento. El presunto infractor tiene derecho a saber cuál es la falta que se le imputa y a la defensa en un proceso público. Además, tanto la tipificación de la falta como la sanción correspondiente están previamente establecidos.
En la dictadura de la opinión pública todo esto desaparece. Es cierto que hay normas, propuestas de conducta, y es cierto, también, que la opinión pública impone sanciones sociales al infractor. Pero son mucho más difusos los límites de la infracción. Hay una especie de tierra de nadie en la que no se sabe con certeza si mi acción es una infracción o no de las normas de la opinión pública. Estos contornos difusos de las prescripciones son en realidad muy positivos porque es la forma de introducir, poco a poco, nuevas pautas de comportamiento sin una agresión frontal a la propia opinión pública.
Pero esta ausencia de procedimiento deja en total indefensión al individuo. Porque el proceso sancionador es un procedimiento en el que el afectado no toma parte. Únicamente se entera de la sentencia cuando ve que se están cumpliendo las sanciones. Y no tiene a dónde o a quién recurrir en su defensa porque no hay procedimiento y no hay nadie que de forma singular haya decidido la sanción.
La opinión pública funciona como instrumento colectivo que sus miembros acatan pero en el que no existen responsabilidades individuales. Es una decisión difusa, social, pero terriblemente eficaz. El afectado se da cuenta cuando la gente le empieza mirar mal, ya no le hacen caso o los conocidos le hacen el vacío. O ve que sus iniciativas de todo tipo no encuentran ningún apoyo y sí rechazo. Sean estas iniciativas de opinión, propuestas culturales o económicas. Las sanciones sociales de la opinión pública son especialmente dolorosas para el individuo porque le rompen su parte social, sus relaciones con otras personas. Es una forma de negarle su ser social. Lo dejan aislado de la sociedad normal. Es una de las represiones más eficaces que puedan darse.
Es cierto que por su naturaleza no formal y difusa normalmente no podemos hablar de una única opinión pública. Dentro de la opinión pública conviven diversos sistemas normativos o de valores, de forma que un individuo rechazado y sancionado por una tendencia de la opinión pública puede encontrar apoyo y amparo en otra facción. Esta es la parte positiva de opinión pública. Si son capaces de convivir varios sistemas de valores, en concurrencia entre sí, en realidad fomentan y garantizan la libertad de opciones del individuo.
El problema resulta cuando una mayoría intenta imponer la dictadura de su sistema de valores al resto de la población.
Stuart Mill tenía santo terror a esta tiranía de la mayoría, y no tanto la tiranía impuesta desde las instituciones políticas como a la tiranía impuesta desde la opinión pública. Una tiranía que cercena la libertad de pensamiento incluso antes de surja la divergencia.
Para que haya una mayoría, en el sentido fuerte del término, que pueda tiranizar a la minoría tiene que ser un grupo auto reconocido, que se sabe perteneciente a una mayoría real, orgánica. Tenemos que reconocerle que esto pocas veces se da en las democracias modernas. Pero qué pasa cuando sí se da esta mayoría orgánica y se hace dueño, además de las instituciones, de la opinión pública de una sociedad? ¿Qué es lo que pasa entonces? Yo creo que esto se da entre nosotros. Y ha resultado una tragedia.
Cuando una persona el 8 de marzo pasado fue a votar al PP, no sabía si pertenecía a la mayoría política o no, y tampoco lo tenía tan claro el que votó al PSOE. Pero en Euskadi la persona que pertenece a la mayoría, obviamente a la mayoría nacionalista, ha sido plenamente consciente de que pertenecía al grupo ganador. El día que iba a votar sabía perfectamente que era ganador. El perder era simplemente una posibilidad inexistente. Esta situación, este auto reconocimiento como perteneciente a una mayoría real y estable, se da por la persistencia de la mayoría política; han ganado tantas veces las elecciones que no entra en su cabeza el perderlos. Esto crea un sensación de poder e impunidad en el miembro del grupo. Sabe que es mayoría. La persistencia en la mayoría política permite hacerse con el control absoluto de la mayoría de opinión pública. Este paso se da cuando la legitimación de la opinión es cuantitativa. Me explico: Las mayorías políticas se construyen sumando cantidades. Cada voto vale lo mismo, y el que consigue más cantidad de votos, gana. La cantidad es la legitimación de la mayoría. En la opinión pública, en cambio, la legitimación no se consigue sumando cantidades sino razonando con argumentos. Y aquí cada opinión no vale lo mismo. El elemento legitimador por tanto no es la cantidad sino la argumentación. En el momento en que la legitimación es el número de opiniones, la mayoría se ha hecho con la dictadura de la opinión pública. Se ha trasladado la afirmación de que «todos los votos valen lo mismo» a «todas las opiniones valen lo mismo». El argumento como mecanismo de debate ha desaparecido. Y como tenemos más opiniones, la nuestra es la verdadera.
La tesis de que el único argumento legitimador de la acción política, la más democrática, es la mayoría de la mitad más uno -olvidando todas las restricciones que el sistema democrático impone a este procedimiento decisional- pone en marcha la dictadura sistemática de mayoría.
El que el nacionalismo haya aplicado la tiranía de la mitad mas uno en la política institucional y haya asumido además el monopolio de la opinión pública ha dejado a los miembros que no pertenecen a su mayoría en el más absoluto abandono y marginación, porque utiliza indistintamente dos sistemas de represión: la marginación política, utilizando para ello todo el poder de las instituciones, negando al disidente toda ventaja que no sea exclusivamente de carácter general y, a la vez, utiliza también los mecanismos de sanción social típicos de la dictadura de la opinión pública.
La situación del disidente es en esta situación de indefensión total, si manifiesta en público su opinión tiene garantizado un recorte de sus opciones personales en todas los ámbitos regulados por la administración pública y además tiene que hacer frente a la marginación social; a asumir el San Benito de disidente. De ahí que la disidencia entre nosotros, la que haya, es en gran medida clandestina. Tiene características comunes con la opinión pública: disidente en los sistemas totalitarios; existir, existe, pero no se atreve a manifestarse en público por miedo a la represión.
El mayor problema de este silencio es que al final imposibilita crear un argumentario público que se enfrente al argumentario de la mayoría. La mayoría tiránica tiene la posibilidad de crear fuertes metáforas, socializar como verdades autodemostradas gran parte de su ideario sin que encuentre respuesta pública por parte de los disidentes. Y aquí adquiere todo el sentido la frase de Sartori con la que en comenzado esta parte. «Si una persona teme hacer pública su opinión, termina por no pensar lo que no puede decir».
Lo que al final consigue la dictadura de la opinión pública es anular la libertad de pensamiento. Porque la libertad de pensamiento no es posible a medio plazo si el pensamiento no puede ser público, conocido y debatido en sociedad. Este era el gran miedo de Stuart Mill.
Esta imposibilidad de libre pensamiento, en el caso de un ciudadano normal, adquiere la siguiente forma: intuye que una afirmación de la mayoría no es correcta pero no encuentra en su interior argumentos para hacerle frente: ha perdido la libertad y capacidad de construir un argumentario diferente a la mayoría y no encuentra en una opinión pública alternativa argumentos donde apoyarse.
Podría plantearse que en esta situación es precisamente cuando los profesionales de los partidos políticos disidentes debieran suplir la imposibilidad del debate público de la gente común, ya que ellos en nuestro sistema tienen, al menos, garantizados unos mínimos de seguridad por el sistema político. Ellos debieran suplir esta ausencia porque ya han manifestado públicamente que son disidentes. Al manifestarse como políticos profesionales de la disidencia ya han asumido de antemano el castigo de la mayoría.
Pero no es tan fácil la cosa. Es verdad que en los 80 hubo una dejación en el debate ideológico por parte de los políticos no nacionalistas; asumiendo de facto que el nacionalismo construyera lo «políticamente correcto». Pero para hacer que exista un sistema de valores alternativos en la opinión pública común no es suficiente con profesionales de la política, es necesario publicidad y legitimación desde sectores sociales que no pertenecen a los profesionales de la política: grupos sociales de prestigio, intelectuales, etc. Y aquí debemos reconocer que en Euskadi hemos sufrido una dimisión masiva de los colectivos creadores de opinión, de grupos legitimadores de sistemas de valores alternativos. Lo de nuestra universidad seguramente clama al cielo.
Hay otra razón dramática para que «lo políticamente correcto» construido por el nacionalismo haya adquirido entre nosotros una mayoría omnipresente y blindada al que el ciudadano normal no se atreve a hacer frente en público.
Esta razón añadida es la amenaza terrorista. Voy a hacer hincapié en esto porque me parece de suma importancia y expresa, además, la faceta más inmoral del nacionalismo institucional. Yo creo que es aquí en la opinión pública, mejor dicho en la represión que ejerce la opinión pública, donde se da la más dramática conjunción entre el nacionalismo terrorista y el institucional. Una vez, el lehendakari Ardanza afirmó que al PNV le separaban de ETA los medios y los fines. Nunca nos han explicado con claridad en qué consistía la separación de fines y, últimamente, parecen más unidos que nunca. Pero en «lo políticamente correcto» tienen un espacio común en el que es imposible de separar uno y otro nacionalismo. Voy a hacer una afirmación dura ante la que espero contestación: es el mismo hecho de disidencia el que reprimen el nacionalismo institucional y el nacionalismo terrorista, aunque imponen distintas sanciones; uno te condena a la marginación y el otro te asesina. Y esto crea una situación terrible para el disidente. Pongo un ejemplo burdo. Tal vez un ciudadano vasco esté dispuesto a asumir la sanción social de la mayoría nacionalista e ir a animar al Athletic con la bandera española -dicho sea de paso el que este hecho sea impensable expresa bien hasta qué punto la tiranía de la mayoría es real-, pero este ciudadano sabe que por el mismo hecho puede sufrir un ataque terrorista. ¿Por qué razón alguien que tiene una pequeña tienda no habla en voz alta en un bar defendiendo la Constitución? Tal vez esté dispuesto a discutir con el del PNV que está a su lado, pero sabe que además puede ser oído por otro y pueden quemar su tienda.
Imaginemos que el año 95, por ejemplo, un ciudadano vasco defiende en voz alta a la Guardia Civil en un bar frente a un director de cultura del PNV. Si el mismo ciudadano hubiera tenido que ir al día siguiente a solicitar una subvención al director seguramente se habría ahorrado el viaje porque conocía la respuesta. Pero además, por el mismo hecho, podía esperar un ataque de ETA.
Esta coincidencia en el hecho sancionable hace que la fuerza represora de la mayoría nacionalista institucional sea ilimitada. La opinión «políticamente correcta» tiene unos policías gratuitos que le defienden y castigan al disidente. El que habita «lo políticamente correcto» de la mayoría nacionalista puede argumentar que él no ha pedido esos policías terroristas. Pero el hecho indiscutible es que el disidente no puede hacer público su disidencia a «lo políticamente correcto» de la mayoría nacionalista, sin correr el riesgo de sufrir un ataque terrorista. El gran pecado en Euskadi es ser españolista. Todo aquél que quiera defender de forma pública el Estado constitucional común frente al nacionalismo corre el riesgo de ser asesinado en Euskadi. ETA mata por defender la Constitución y el PNV te margina y te restringe las opciones en el entramado institucional por la misma razón.
Esto ha creado que todo el que ha criticado al nacionalismo institucional ha tenido que asumir, además, la amenaza de ETA. El que el nacionalismo institucional se haya aprovechado durante 30 años de este hecho, de esta enorme ventaja en el debate público, es seguramente lo más inmoral de la política vasca. Me parece que ésta ha sido la razón fundamental para que en Euskadi no haya surgido un sistema de valores alternativos en la opinión pública. El disidente en Euskadi se enfrenta indistintamente a tres tipos de represión: el institucional que te recorta las opciones personales, el social que te margina de amplios círculos, y el terrorista. Hace falta valor para ser disidente público en Euskadi. Por ello estamos viendo estos días que si bien hay un incremento notable de los críticos dentro de la mayoría, es sin embargo muy difícil que hagan públicas sus opiniones.
Estamos viendo situaciones que ya conocemos de la época del final de la dictadura. En la actualidad, el nacionalismo ya ha perdido la hegemonía en la opinión colectiva, pero la mantiene en la opinión oficial. Pero la mantiene exclusivamente por el poder de control institucional. Es verdad que en nuestro país hay mucha gente que depende de su relación con la administración pública controlada por el nacionalismo. Pero hace algún tiempo que ha perdido la fe. El nacionalismo ha perdido ya la batalla de la opinión pública. Únicamente su poder de control material impide materializar en la opinión pública su derrota.
Pero, a pesar de todo, hay disidencia en Euskadi. Pero, como afirmaba antes, tiene todas las características de la disidencia del tardo-franquismo. Es clandestina en gran medida. Crece en espacios privados más que en la plaza pública. Es más bien una opinión pública alternativa que una corriente dentro de la opinión pública común. Y en este modelo sí que tiene una gran importancia la existencia pública de políticos profesionales disidentes. Para que la opinión clandestina tenga alguna referencia que amortigüe su soledad. Y es también muy importante que algunas personas pertenecientes a las elites intelectuales manifiesten de forma pública su disidencia. Pero todo esto ya lo conocemos de los años 70 en la dictadura. Un proceso semejante se está dando entre nosotros hoy. Y estoy convencido de que, igual que entonces, la disidencia romperá la tiranía de la opinión pública mayoritaria.
Andoni Unzalu, 26/9/2008