Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 20/6/12
La idea de que en España la dimisión es una forma de proceder desconocida entre altos cargos y políticos ha adquirido desde hace tiempo la fuerza de un prejuicio popular, y, sin embargo… Sin embargo, lo cierto es que si uno se toma el trabajo de revisar las hemerotecas con cierta pulcritud podrá comprobar que el número de dimitidos tras haberse visto inmersos en escándalos de naturaleza diferente, aunque las más de las veces relacionados con un uso inadecuado o delictivo de dinero y/o influencias, resulta bastante superior al que en un principio tendemos a pensar.
De hecho, lo verdaderamente característico de España en lo que a dimisiones se refiere no es tanto que no tengan lugar nunca en aquellos casos en que es obvio que deben producirse, sino que los finalmente dimitidos lo hacen tarde, mal y a rastras y cuando, por su empecinamiento en no irse en el momento adecuado, han producido un daño a las instituciones que representan que puede llegar a ser irreparable.
Carlos Dívar, envuelto en un feísimo asunto de abuso de los fondos públicos que tiene atribuidos como presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, podría hacer mañana lo que, por el bien de todos, debió haber hecho hace ya días. Si es así -pues no puedo siquiera imaginarme que tenga la pretensión alucinante de seguir- el caso Dívar acabará por constituir un perfecto ejemplo de esa forma disparatada y completamente irresponsable de actuar. Y es que desde el mismo momento en que salieron a la luz las primeras informaciones sobre la alegría bochornosa con que una de las más altas autoridades del Estado utilizaba el dinero de todos para vivir como un rajá, por cierto sin dar golpe dada la duración de sus interminables fines de semana, era evidente que la única salida para Dívar era dimitir.
De haberlo hecho de inmediato se hubiera ahorrado un calvario personal -calvario que se ha ganado a pulso, desde luego-, pero sobre todo, y esto es lo verdaderamente relevante, no hubiera dañado hasta límites auténticamente pavorosos la imagen del Consejo, del Tribunal Supremo y del poder que representa. Un poder, por cierto, que no está en su mejor momento en el aprecio de nuestra sociedad.
Y no es poca cosa en un Estado de derecho y democrático el poder judicial. Su prestigio, que nace de su independencia corporativa y de la ejemplaridad individual de quienes han de servirlo con honestidad y con esfuerzo, son necesarios, como ya lo señalaron hace más de doscientos años los padres fundadores de los Estados Unidos, para «proteger la Constitución y los derechos individuales de los efectos de los males humores de hombres intrigantes». Algo, claro, muy difícil cuando esos hombres ocupan la más alta posición en el poder que debería pararles los pies y controlarlos.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 20/6/12