Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 22/6/12
La sentencia del TCE anulando una previa del Supremo que había aceptado la no inscripción legal de Sortu por ser un instrumento de la banda terrorista que estaba detrás de su constitución como partido ha sido leída de dos formas diferentes: como la consecuencia -con la que cabe estar o no de acuerdo- del hecho de que ETA haya dejado de actuar; o como la aceptación de que la estrategia de lucha contra ETA a través de la Ley de Partidos se ha revelado al fin como un craso error político.
El lector me permitirá que no entre hoy en la primera de esas cuestiones, pues, con ser relevante, creo que la segunda lo es sin duda mucho más. ¿Fue un error aprobar una Ley de Partidos que permite ilegalizar a las franquicias políticas de una banda terrorista responsable de asesinatos, extorsiones y secuestros? ¿Era aceptable que en un Estado democrático fuerzas políticas impulsadas o directamente organizadas por un grupo de asesinos pudieran competir con aquellas en las que militaban las víctimas de sus patrocinadores?
Hay quienes, aprovechando la reciente sentencia sobre Sortu, dan a ambas preguntas una respuesta positiva. Es decir, quienes creen que la Ley de Partidos fue una atrocidad política y que poner fuera de la ley a los amigos políticos de ETA constituyó un atentado contra principios básicos de un Estado democrático.
Aunque llevo años manteniendo que ambos argumentos son jurídica y políticamente insostenibles, considero que volver sobre ellos puede ser ahora tan importante como lo era no hace tanto, pues lo que nos jugamos en el envite es el relato que acabará por transmitirse a nuestros hijos sobre las causas que explican el (presumible) final de la peor pesadilla de nuestra democracia.
No, la Ley de Partidos no fue una atrocidad, sino, muy al contrario, un instrumento políticamente indispensable para luchar contra ETA y llevar a los terroristas al convencimiento de que tenían que dejarlo. La prueba es que ETA solo se planteó en serio cesar en sus actividades criminales cuando llegó a la conclusión de que el mantenimiento de aquellas era por completo incompatible con participar en la vida democrática.
Y es que la democracia tiene reglas, entre las que destaca una muy fundamental: que ningún objetivo político puede perseguirse mediante el chantaje criminal. Los partidos impulsados por ETA eran una parte esencial de ese chantaje y por eso, en plena coherencia con los más elementales principios democráticos, fueron ilegalizados por los jueces. La anomalía española no fue esa, por lo tanto, sino que quienes existían con la finalidad fundamental de defender las acciones de una banda terrorista pudieran competir durante años como partidos amparados por la ley. Una anomalía por la que aún hoy deberíamos sentirnos los españoles muertos de vergüenza.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 22/6/12