¿Funciona la democracia en automático?

 

El absentismo es una respuesta racional a una percepción de autoinsignificancia política. En España, una sociedad civil sin músculo democrático habría producido, a través de unas élites representativas caracterizadas por sus bajas atención y responsabilidad, unos rendimientos institucionales muy pobres.

Si hay una conclusión que suscita inicialmente el excelente estudio colectivo de Vargas-Machuca, Pérez Yruela y otros (Calidad de la democracia en España. Una auditoría ciudadana, Ariel, 2010) es la de que la democracia como sistema político de gobierno funciona en España casi automáticamente. Por una razón muy sencilla, porque la auditoría que han hecho de la calidad de la democracia en nuestro país concluye que el sistema democrático y su capacidad de producir decisiones eficaces merece una puntuación muy superior a la que acredita la sociedad civil que utiliza ese sistema. Leído en bruto, ello confirmaría la descripción que hace ya bastantes años presentó Joseph Alois Schumpeter de la democracia como un sistema que funciona razonablemente bien sobre la apatía y desinterés, siempre que los ciudadanos cumplan con su mínimo papel en la función, que es la de optar periódicamente entre las diversas élites políticas. La democracia sería el sistema de gobierno que permite a los ciudadanos desinteresarse de la política sin correr riesgos.

En efecto, la legitimidad de la democracia entre nosotros es relativamente alta (6,48), como lo es su capacidad para producir decisiones razonablemente bien aceptadas (5,10); por el contrario, la sociedad civil que soporta a ese sistema merece tan solo una nota de 4,17 y constituye la dimensión de peor calidad democrática de todas las tomadas en consideración. Y, añadimos, peor aún sería excluyendo de valoración algunos indicadores concretos que dudosamente pueden ser considerados válidos. En concreto, el indicador del «nivel de información política» de la ciudadanía, que es de los que le «suben nota» (7,97), está deducido directamente del nivel de «consumo televisivo» de la sociedad, lo cual entraña una inferencia más que atrevida. Cuando según la Encuesta Social Europea el nivel de interés por la política entre los españoles es bajísimo (el 3,77, el peor de Europa), resulta incongruente suponer que su nivel de información política sería altísimo. Máxime cuando esa misma «encuesta» nos dice que la incompetencia política de la sociedad española es espectacularmente alta (21,58, la más elevada de Europa). Si eliminamos este indicador, así como el de «influencia de los medios de comunicación para controlar al Gobierno» -que también «sube nota» (6,08) pero que es difícil admitir que tenga relación alguna con la calidad ciudadana en sí misma-, nos quedaría una pésima nota final para la sociedad de ciudadanos de 3,07.

Valorada desde un modelo normativo de democracia, la española resulta ser una sociedad extraña. En efecto, es la que se autoubica más a la izquierda de todas las del continente, y también es una de las que más reclama de su Gobierno un intervencionismo fuerte para corregir la desigualdad social (un 80% de los españoles lo creen necesario, mientras que en Reino Unido -con un peor nivel de desigualdad según índice Gini- solo lo cree el 58%). De esta combinación debería resultar una sociedad muy reformista y activa respecto a su sistema político, pero lo que aparece es todo lo contrario: una sociedad con el índice europeo más bajo de interés por la política, muy incompetente para comprenderla, con unos niveles de asociacionismo ciudadano y de capacidad crítica para con las decisiones públicas ínfimos. Pero, colmo de incongruencia, es también una de las sociedades europeas más satisfechas con su democracia (5,82, más que la francesa o británica, igual que la alemana) y una de las más «felices» del continente en general (7,69, nota solo superada por los países nórdicos).

Una interpretación plausible de estos datos contradictorios es el «cinismo democrático»: la sociedad asume una actitud de consumidora política y se ahorra los costes de la implicación. El sistema, a su vez, estaría funcionando de una manera aceptable a pesar de (o gracias a) la absoluta carencia de «virtud ciudadana» en la población.

La cuestión no es tan sencilla, sin embargo, como pone de relieve el dato que actúa a modo de bisagra para explicar por qué una sociedad de ideas acusadamente reformistas se abstiene sin embargo de interesarse en la política: que no es otro que el convencimiento difuso de que los ciudadanos carecen de influencia sobre los Gobiernos y sobre los partidos: solo el 12% de los españoles creen que los ciudadanos tienen influencia y control sobre los políticos, contra un 64% que opina que esa capacidad es nula o muy escasa. De esta forma, el comportamiento absentista no es una extraña anomalía, sino una respuesta racional a una percepción de autoinsignificancia política: ¿para qué implicarse si no sirve de nada?

Esta explicación es congruente con los resultados que obtienen en esta auditoría los indicadores de los mecanismos de control político de que disponen los ciudadanos y, en general, los que valoran la representación política por partidos y cargos electos. Sus notas son también bajísimas, porque los ciudadanos perciben a sus representantes como muy lejanos e insensibles a sus problemas, y les pagan con un alto grado de rechazo del funcionamiento de los partidos y de desafecto y desconfianza en los propios políticos.

Todo es congruente, sí, pero como pescadilla que se muerde la cola: los ciudadanos no se implican porque no creen que sirva de nada, y el funcionamiento defectuoso de la representación y responsabilidad no hace sino confirmarles en esa opinión. Un círculo vicioso en el que las instituciones de la representación y la sociedad civil refuerzan mutuamente el lado negativo de su papel como actores relevantes del sistema político en una retroalimentación constante. Pero es también, lo subrayan los autores, una mezcla peligrosa para la salud del sistema a medio plazo: el desafecto ciudadano es el que permite a los partidos políticos adoptar comportamientos cada vez más autistas, irresponsables y sectarios. Ni siquiera la corrupción directa tiene costes electorales o de contestación apreciables. Pero un tipo de comportamientos así no puede dejar de afectar finalmente al rendimiento de las instituciones políticas.

Aunque sea desde una órbita de pensamiento aparentemente muy lejana, otro reciente libro incide en los costes del desafecto. Aurelio Arteta ha reconstruido desde la teoría ética ese papel de «espectador indiferente» (¿tolerante?) que adopta tan fácilmente el ciudadano actual ante el mal social que tiene lugar en su derredor (Mal consentido, Alianza, 2010). El trasfondo social de esa indagación es el País Vasco de estos últimos 30 años, un país rebosante de espectadores desimplicados o pasivamente consintientes de un sufrimiento humano público e injusto. Pues bien, aunque las causas y mecanismos que llevan al ciudadano a convertirse en espectador sean muy complejos (y Aurelio Arteta los reconstruye con perspicacia), no puede excluirse que la generalizada desimplicación del ciudadano español por lo político haya jugado también su papel para producir ese desalentador resultado.

Hay más: tampoco está tan claro que la auditoría de calidad del sistema democrático ofrezca unos resultados muy superiores a los de la propia sociedad civil, por lo menos si se matizan algunos indicadores. En efecto, algunos han subido mucho la nota final de la democracia patria, pero no son de valor significativo. El indicador de «legitimidad difusa» de la democracia como sistema de gobierno (8,63) demuestra sí que la ciudadanía no tiene otro horizonte mental que la democracia, pero que nada dice sobre la calidad de esta. Y a los indicadores de imparcialidad, burocratización efectiva, selección, etcétera de la Administración pública, que sacan nota alta, les pasa lo mismo; porque si bien una estatalidad estable y una burocracia adecuada son condiciones de la democracia, no son rasgos característicos de ella ni indicadores significativos de su calidad como tal. Pero si eliminamos estos indicadores de nota alta y nos reducimos a los estrictamente referentes a la calidad del Estado de derecho y al funcionamiento de las instituciones propiamente democráticas, tendríamos también aquí bastante pobre calidad.

Con lo que, al final, una sociedad civil sin músculo democrático habría producido, a través de unas élites representativas caracterizadas por sus bajas atención y responsabilidad, unos rendimientos institucionales muy pobres.

José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 13/11/2010