Las progresivas lecciones aprendidas demuestran que una presión firme e integral en todos los frentes en los que actúa ETA la debilita sobremanera. Pero también hemos contemplado cómo dicha presión política, policial, social, judicial e ideológica se aplaca cuando la expectativa de derrota se sustituye por el diálogo.
La detención de Garikoitz Aspiazu es, sin duda, una muy buena noticia para la lucha antiterrorista. Sin embargo, conviene matizar la euforia que ha llevado al presidente del Gobierno a calificarla de «determinante». El debilitamiento de la banda que provoca la neutralización de cualquier terrorista se acrecienta cuando éste ocupa una relevante posición en el organigrama, como ocurre con el citado activista. Importante es subrayarlo sin que ello degenere en un erróneo triunfalismo que transmita un análisis equivocado sobre la situación real de una organización terrorista que, desgraciadamente, aún tiene capacidad de infligir daño. Valorar el positivo alcance de esta detención requiere una necesaria prudencia sobre las consecuencias de la misma para ETA. Así debe ser porque el acoso policial no siempre se ha visto complementado con la acción política que debía apuntalar la abnegada y exitosa labor de los profesionales de las fuerzas y cuerpos de seguridad. La experiencia reciente lo confirma y obliga a plantear reflexiones que eviten la repetición de errores cometidos en el pasado.
En octubre de 2004, la policía asestaba un golpe de gran magnitud al detener en Francia a Mikel Antza y Soledad Iparraguirre, máximos dirigentes de la banda. En agosto de 2004 otro prominente activista, Francisco Múgica Garmendia, junto con otros destacados presos, admitía que «nunca en la historia de esta organización nos hemos encontrado tan mal». Aceptaban por ello «la incapacidad de potenciar la lucha armada y la imposibilidad de acumular fuerzas que posibiliten la negociación en última instancia con el poder central». Sin embargo, en tan delicado momento para la banda como resultado de una asfixiante presión policial y judicial, el gobierno español entabló negociaciones con ETA, debilitando a los etarras que exigían el final de la violencia sin contrapartidas. Al contrario de lo que mantuvo Zapatero al defender el diálogo con ETA, esa política no contribuyó al final del terrorismo, sino que lo incentivó. La negociación con ETA demostró que el gobierno estaba dispuesto a poner en suspenso sus instrumentos de coacción, asumiendo por tanto parte de los planteamientos terroristas.
El gobierno justifica ese experimento aludiendo a unas voluntariosas intenciones que, no obstante, tuvieron negativos efectos al fortalecer la moral de los terroristas. Estos han interpretado que su violencia forzó al gobierno a abandonar el Pacto por las Libertades y que el terrorismo fue recompensado con unas negociaciones en las que el marco jurídico y político iba a negociarse al margen de las instituciones democráticas. La documentación de la banda es inequívoca a este respecto, confirmando esa interpretación favorable para los terroristas y la inexistencia de fisuras en relación con su decisión de romper la tregua. Además, en el debate interno que siguió a dicha ruptura se recomendaba intensificar la violencia «como vía de presión».
La negociación ha dañado la credibilidad del gobierno en un frente como el propagandístico del que también depende el debilitamiento de ETA. Los textos de la banda y del diario Gara abundan en esta cuestión, como refleja un artículo de febrero de 2008 titulado «No negociarás», el primer mandamiento del candidato. En él se exponen las contradicciones de sucesivos políticos españoles que tras oponerse categóricamente al diálogo con la banda han terminado por propugnarlo. Esa incoherencia se destaca a menudo en un diario utilizado por los terroristas para potenciar su cohesión ante las dificultades. Numerosos han sido los artículos en los que se ha contrarrestado el impacto de los sucesivos éxitos policiales con la expectativa de una inevitable negociación. El propio Gobierno y quienes defendieron la negociación han reforzado esa lógica: ¿por qué han de ser determinantes los descabezamientos de ETA si se ha reconocido que en última instancia el diálogo es necesario para acabar con el terrorismo y que al final el gobierno siempre vuelve a la mesa de negociación?
En ese contexto, para el terrorista y su entorno las contundentes declaraciones con las que ahora se niega cualquier diálogo futuro adolecen de suficiente credibilidad. La organización terrorista recuerda que esa firmeza también se manifestó en el pasado para revelarse únicamente aparente. A modo de ejemplo, el 23 de mayo de 2005 María Teresa Fernández de la Vega advertía que a la banda «sólo le queda la deposición de las armas y el abandono definitivo de la violencia», recalcando que «sólo a partir de ahí se podrán explorar las vías de diálogo». No fue esa la única incongruencia de quienes aceptaron compaginar negociación y violencia, sentando un precedente del que ahora se vale la banda para intentar capear las adversidades. Así lo exponía el editorial de un diario que apoyó la negociación entre el gobierno y ETA a pesar de incumplirse el mandato del Congreso español que exigía unas premisas que jamás existieron.
Con el significativo título de «Ilegalizar, deslegitimar» («El País» 19/9/2008), este periódico reconocía implícitamente que la tolerancia del gobierno hacia partidos políticos instrumentalizados por ETA había legitimado a la banda. Así, en relación con la ilegalización de ANV, el diario admitió finalmente: «Los indicios de que Batasuna había colonizado ese viejo partido para burlar la ley eran abrumadores, y aun así el Gobierno y la fiscalía sólo instaron la ilegalización de la mitad de sus listas. Se invocaron para ello razones jurídicas, aunque era obvio que la decisión estaba condicionada por el deseo de evitar la ruptura definitiva de la ya agonizante tregua. Hoy es evidente que, además de incoherente jurídicamente (un partido no puede ser en parte legal y en parte ilegal), fue un mal cálculo». Así pues, tras legitimar a los criminales, la política antiterrorista debía recuperar su deslegitimación. Estas inconsistencias no le pasan desapercibidas a una organización terrorista que recurre a una larga tradición de contactos para justificar que el terrorismo etarra constantemente obtiene la recompensa de una nueva negociación pese a las promesas de sucesivos gobiernos de que nunca va a ser así. Esos antecedentes y las expectativas que generan le reportan a ETA aliento y réditos en momentos de debilidad.
En consecuencia, nuestra experiencia antiterrorista revela que la política y los políticos son los que a menudo han entorpecido el excelente trabajo de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Desgraciadamente en ocasiones la eficacia de los cuerpos policiales se ha visto comprometida por maniobras e intereses políticos que han subestimado e incluso despreciado la paciente profesionalidad de quienes mejor conocen a los terroristas. De ese modo se ha obstaculizado la materialización de aquella premonición del etarra Domingo Iturbe: «Primero nos detendrán a nosotros, después cogerán las armas y los zulos y por último nos cogerán el dinero. Entonces no habrá nada que negociar».
Ésta y similares confesiones de otros etarras confirman que el final de ETA es posible sin una negociación que siempre ha servido para eludir la derrota de los terroristas cuando más debilitados se encontraban. Por ello, frente a pulsiones coyunturales de los políticos, la política antiterrorista exige una continuidad y una determinación inalterables en el tiempo que en décadas de democracia jamás hemos conocido. Las progresivas lecciones aprendidas demuestran que una presión firme e integral en todos los frentes en los que actúa ETA la debilita sobremanera. Pero también hemos contemplado cómo dicha presión política, policial, social, judicial e ideológica se aplaca cuando la expectativa de derrota se sustituye por el diálogo. La esperanza para ETA derivada de esos escenarios de negociación ha impedido que otras importantes detenciones hayan llegado a ser tan «determinantes» como desearíamos. Existe pues una enorme responsabilidad política para que las victorias frente a ETA que con tanto sacrificio se obtienen no pierdan su valor por culpa de los decisores políticos.
Rogelio Alonso, ABC, 18/11/2008