Los nacionalistas y asimilados llaman «lengua propia» no a la materna o a la que la gente prefiere hablar, sino a la que ellos consideran apropiada para consolidar la singularidad del miniestado que quieren administrar.
Hace varios lustros asistí en la Universidad de Minnesota a un congreso sobre las nacionalidades en la España actual (o sea, en la de entonces que es también la de ahora, agravada). Asistían representantes de cada una de ellas y también algunos españoles que nos considerábamos «sin» -como las cervezas de 0’0 alcohol- frente a la borrachera identitaria reinante. Se profirieron las habituales quejas sobre la marginación de sus lenguas por parte de nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, mejor o peor justificadas. Pero la temperatura del simposio subió hasta el acaloramiento dramático cuando intervino el representante andaluz, que era un poeta si no recuerdo mal. Sostuvo que la situación de su nacionalidad era más desesperada y agónica que las otras, «porque nosotros no tenemos lengua propia». ¡Quién lo hubiera dicho! Recordando mi última visita a Sevilla y a mi padre granadino, que hablaba con razonable fluidez, pensé: «¡Pues se la habrá comido el gato!».
Me ha venido a la memoria esa ocasión americana al leer el mes pasado en Deia la «Carta abierta a Joseba Arregui» (10-2-2010) del señor Marín Guruceaga, profesor y físico. Entre otras cosas jugosas y dignas de comentario, dice: «Por mi parte no hablo mi propia lengua -el euskera- pero te garantizo que he colaborado, a lo largo de toda mi vida profesional, para que muchos y muchas la aprendieran». Y después continúa, algo contrito: «Mis clases las imparto en castellano. No leo poesía en la lengua de Orixe, pero disfruto oyendo a los bertsolaris, con la inestimable ayuda de un traductor». Se nota la incomodidad que esta declaración causa al señor Marín Guruceaga, pero a mí me deja un tanto asombrado. ¿Cómo puede ser que alguien no hable su lengua propia? ¿Por qué la llama «propia» si no la habla? ¿Cómo denomina entonces a la lengua que realmente habla? No discuto el interés que siente por el euskera y su promoción, que me parece muy respetable, pero que lo tenga por su lengua propia será algo quizá políticamente explicable aunque en el campo estrictamente idiomático resulta desde luego… impropio. Y hasta descortés, digo yo, con la lengua que efectivamente es la suya.
Se trata sin embargo de un equívoco que no cesa de extenderse. Por lo visto -en Euskadi, Cataluña, Galicia y otras autonomías en busca de algo irreductible que vender en el mercado de las identidades- los nacionalistas y asimilados llaman «lengua propia» no a la materna o a la que la gente prefiere hablar, sino a la que ellos consideran apropiada para consolidar la singularidad del miniestado que quieren administrar. Así se explica la inmersión lingüística, las disposiciones coactivas sobre rotulación de comercios o doblaje de películas, los Parlamentos autonómicos en los que se prefiere chapurrear malamente a hablar en castellano y tantas otras cosas: hay que convertir por las buenas o por las malas lo políticamente apropiado en lingüísticamente propio. Si no se toman las medidas adecuadas, la gente puede equivocarse de lengua, preferir la común del Estado o la que mayores posibilidades de entendimiento universal ofrece, dejar en segundo lugar a la que más conviene a los gestores de su campanario. Si la desafección de los hablantes no garantiza la hegemonía cultural que se busca -diferencial e identitaria- hay que asegurarla por la vía institucional, caiga quien caiga: al final el rostro remiso terminará pareciéndose a su retrato preestablecido, faltaría más.
Fernando Savater, EL PAÍS, 16/3/2010