Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 17/6/12
Como muchos lectores saben bien, Montesquieu fue un filósofo francés del siglo XVIII que pasó a la historia no solo por la gran calidad de su obra, sino, sobre todo, por haber teorizado en el más famoso de sus libros (Del espíritu de las leyes) el principio de la separación de los poderes. Aunque el mundo de Montesquieu era, claro, muy distinto del de hoy, su teoría sirvió para afirmar uno de los principios básicos, primero de los Estados liberales y, luego, de los Estados democráticos: el de que hay en ellos tres poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- que, encargados de legislar, gobernar y juzgar, han de estar separados, además de coordinados, para la buena marcha del Estado y la conservación de los derechos.
Un político español, menos conocido por sus ideas que por sus frases ocurrentes, dijo un día, hace ya años, que Montesquieu había muerto, queriendo con ello señalar que su teoría de la separación de los poderes había pasado de moda en un país tan original como es el nuestro para la cosa de ejercer el poder según le plazca o le convenga a quien lo ocupa. Pues bien, desde entonces, difunto ya el gran filósofo francés, su cadáver ha sido maltratado, escarnecido, arrastrado por el fango de los intereses de partido y de quienes los controlan, hasta convertir la exigencia de la división y coordinación de los poderes en un puro adefesio, que avergüenza a nuestra sociedad y sirve para que en otras se hagan de España comentarios lamentables, pero no siempre de inmerecida crueldad.
Que el presidente del Tribunal Supremo siga en su cargo porque los miembros del Consejo del Poder Judicial -los mismos que en una bochornosa función de marionetas lo nombraron- no hayan estado dispuestos a retirarle su apoyo hasta que lo hicieron los partidos que los colocaron en su puesto es una burla que no se merece un país que ha hecho los esfuerzos del nuestro para asentar un Estado de derecho.
En otro orden de cosas, pero afectando de nuevo a ese principio de que cada poder debe cumplir con su función sin que los otros se lo impidan, quienes creemos que la democracia es más que votar cada cuatro años, nos sentimos estafados al contemplar el desprecio con que el presidente del Gobierno ha decidido tratar al Congreso de los Diputados que lo eligió aún no hace medio año. Pues cuando un país se ve obligado a pedir a sus socios de la UE que le presten una cantidad que podría acercarse a los 16 billones de pesetas lo menos que cabe esperar de un gobernante democrático es que acuda de inmediato al Parlamento a informar como es debido a los representantes legítimos del pueblo.
Y es que la democracia se agosta y se degrada con estos dirigentes políticos que teniendo que elegir entre lo que es correcto y lo que es fácil hacen siempre lo segundo y nunca lo primero.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 17/6/12