Hará bien España en mantener su rechazo al reconocimiento de Kosovo como país independiente. Y hacerlo sin empacho a la hora de reconocer que frente a los secesionistas interiores y sus aliados objetivos —esos que sorprendentemente consideran «casposo» hablar de la unidad de España— conviene protegerse ante cualquier pretexto que el exterior pueda facilitar a aquellos que por todos los medios pretenden la «internacionalización» de su delirio.
EL mejor calificativo que puede recibir la «opinión consultiva» emitida recientemente por el Tribunal Internacional de Justicia sobre la declaración de independencia de Kosovo es, siguiendo la bien conocida tradición anticlerical del término, el de «jesuítica». Agarrándose a los términos estrictos de la pregunta formulada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, los diez miembros del Tribunal que comparten la tesis mayoritaria deciden, en cuarenta y cuatro farragosas páginas, que el tema no tiene nada que ver con el Derecho Internacional y sorprendentemente concluyen que la declaración de independencia no es incompatible con el mismo. Como en el cuento clásico, afirman que el tema «no ha pasado» por las anchas mangas de los que en su tiempo fueron clérigos y ahora son jueces internacionales. Entre el chasco y la pifia, la gran disimulación aporta poco al prestigio del Tribunal y sus componentes y arroja graves dudas sobre su capacidad para delimitar el contenido y la aplicación de lo que se pueda entender por Derecho Internacional. Pretendiendo evitar las consecuencias políticas de su pronunciamiento consiguen justamente todo lo contrario: cargar con imprevisibles repercusiones la bobería pacata de su decisión.
La independencia de Kosovo fue decidida de manera unilateral por la población albanesa del territorio, recomendada por los enviados del secretario general de las Naciones Unidas y reconocida por sesenta y nueve miembros de los ciento noventa y ocho que componen el censo de las Naciones Unidas. No ha tenido el endoso del Consejo de Seguridad —única autoridad internacional jurídicamente autorizada para proceder a la aprobación de medida tan traumática— ni la aceptación por Serbia, de la que el territorio proclamado independiente era, y en términos estrictos sigue siendo, una provincia, y cuya secesión claramente viola el principio de la integridad territorial de los estados. Cuando en el año 1999 el Consejo de Seguridad se ocupa de la situación en el territorio, tras la intervención militar de la OTAN para evitar la catástrofe humana a la que se encaminaba la política de Milosevic, recuerda sistemáticamente que la situación final debe situarse en el contexto de la integridad territorial de Serbia. Una política de hechos consumados en la que activamente han participado niveles administrativos de la ONU, los Estados Unidos y una mayoría de estados miembros de la Unión Europea, y ahora endosada por el TIJ, ha contribuido a la consagración de una situación de hecho que violenta principios reconocidos y compromisos previamente contraídos. No sería la primera vez que la fuerza se impone sobre el derecho en la vida internacional de relación. Que amparándose en los recovecos formales de la pregunta el TIJ se preste a tal maniobra dice poco y malo sobre la institución.
Esquivar la sustancia del tema con pretextos superficiales desvía la atención sobre la raíz del problema, que tiene tanto que ver con la integridad territorial de un Estado miembro de Naciones Unidas como con las ondas expansivas de la decisión y de su peculiar cobertura metajurídica. Siguiendo la doctrina que torcidamente introduce ahora el Tribunal, los secesionistas de Transnistria, Abjasia, Osetia del Norte o Norte de Chipre podrían declarar sus deseos sin temer una reconvención del Derecho Internacional. Lo mismo podría ocurrir, y no cabe nuestro engaño ni escándalo, respecto a los que no ocultan su deseo separatista en Cataluña, el País Vasco e incluso Galicia. Por no hablar de Escocia, Flandes, Córcega o la Bretaña. Esas bien intencionadas y poco convincentes seguridades ofrecidas por los que dicen que de lo de Kosovo una vez y no más no pueden ocultar la cortedad de su alcance: basta la contemplación del regocijo con que los nacionalistas de cuño diverso han recibido la declaración del TIJ para darse cuenta de por dónde van los tiros. ¿Dónde está dicho que lo aplicable a Kosovo no sirve para otros casos en los que la demanda es la independencia? ¿No se han dado cuenta los beneméritos y jesuíticos magistrados del Alto Tribunal de la maligna capacidad expansiva de sus pronunciamientos? No hay un solo medio de comunicación en el mundo que, al recoger la noticia, no haya apuntado al peligro de contagio que la desdichada opinión consultiva encierra. ¿No era eso jugar a la política con la escoba del aprendiz de brujo?
Hará bien España en mantener su rechazo al reconocimiento de Kosovo como país independiente. Y hacerlo sin empacho a la hora de reconocer que frente a los secesionistas interiores y sus aliados objetivos —esos que sorprendentemente consideran «casposo» hablar de la unidad de España— conviene protegerse ante cualquier pretexto que el exterior pueda facilitar a aquellos que por todos los medios pretenden la «internacionalización» de su delirio. Fingir que no pasa nada es la mejor fórmula para que las cosas empiecen a pasar. El prurito de la púdica ocultación no tiene aquí cabida. Como tampoco debe abandonar España otras buenas razones para oponerse al desmembramiento de Serbia: este camino de la partenogénesis internacional a la que algunos se prestan con tanto entusiasmo como irresponsabilidad es un flaco servicio a la estabilidad y la construcción de sociedades plurales y democráticas.
Claro que la opinión del TIJ no es vinculante y cada uno, como suele ocurrir, hará lo que sus intereses nacionales le dicten. De poco sirvió en su momento la opinión del TIJ donde matizadamente negaba las pretensiones de Marruecos sobre el Sahara Occidental. Y de nada sirvió que la Asamblea General recordara a los británicos que la descolonización de Gibraltar se debía realizar sobre la base del respeto a la integridad territorial española. Aquí lo que cuenta, y el TIJ lo recuerda explícitamente, es el derecho constitucional interno y sus vinculaciones, las que en última instancia encarnan la capacidad de obligar. Leyendo las cuarenta y cuatro páginas se podría tener la malévola tentación de pensar que lo que de verdad sobra es el propio TIJ. O concluir en la inutilidad de someter cuestiones a su consideración cuando la experiencia nos dicta que los resultados habrán de estar marcados por la descomprometida cautela. Para ese viaje, mejor otras alforjas.
Porque, tribunal por tribunal y sentencia por sentencia, quedémonos con nuestro Constitucional. Frente a la incuria jurídica y casi festiva de la que el TIJ hace gala, el TC español, en un proceso tan agónico como lo eran las cuestiones planteadas, ha sabido colectiva e individualmente estar a la altura de los mandatos del texto de 1978. En cuyo contenido, según recuerda el TIJ a la hora de lavarse sus manos, está la respuesta negativa a la pregunta sobre la independencia. Los nacionalistas que por aquí nos gastamos no han sabido reparar en ese pequeño detalle.
Javier Rupérez, ABC, 31/7/2010