Llevados por su entusiasmo, algunos llegan a afirmar que John Adams definió a Vizcaya como una democracia, una de las pocas que se conservaban en Europa junto con la de algún cantón suizo. Pero no es así, sino más bien lo contrario. Y no lo era aquí como no lo era tampoco en otras ‘repúblicas’ o ‘comunas’ europeas, esa es la realidad. Lo demás es hacer ‘presentismo’ y querer ser fundadores donde nuestros antepasados no lo fueron.
En nuestro país se lee poco, esto es un hecho. Y cuando se lee, se tiende a entender lo que uno quiere y no lo que el escritor realmente ha dicho. Lo demostraba hace unos días Iñigo Urkullu al calificar de «demócrata» a Sabino Arana, algo que solo puede afirmarse si no se ha leído en absoluto a quien calificó la Revolución francesa como el más desgraciado suceso de la historia europea.
Hace unos días el ilustrado y buen alcalde que tenemos inauguraba una estatua de John Adams, quien visitó Vizcaya y Bilbao en 1780 y escribió bellas observaciones sobre la forma de convivir de los vizcaínos y bilbaínos (no de los vascos en general, como él mismo se preocupó de distinguir). Le llamó la atención el contraste entre un paisaje bien ordenado y trabajado como el de nuestros campos con el de otras zonas de la orla cantábrica, pobre y mísero. Y no dudó en conectar esa industriosidad fructífera de los vizcainos con su libertad y con su capacidad para haber mantenido unas leyes antiguas y sabias, celosamente conservadas ante su monarca español. En realidad, casi todos los visitantes de Vizcaya en el siglo XVIII mostraron la misma grata sorpresa que Adams ante un país próspero y feliz, y la misma convicción en que esa prosperidad derivaba en gran parte de su forma particular de regirse, de la conservación de sus antiguas leyes.
Llevados por su entusiasmo, algunos llegan a afirmar que John Adams definió a Vizcaya como una democracia, una de las pocas que se conservaban en Europa junto con la de algún cantón suizo. Pero no es así, sino más bien lo contrario: el ‘founding father’ de la República americana, y luego presidente de la Federación, se preocupó sobre todo de advertir a sus compatriotas contra la experiencia de lo que había sucedido en el gobierno de Vizcaya: «Americans, beware», les dice en su carta cuando describe cómo unos pocos, unos poquísimos, se han apoderado de lo que «bajo la apariencia de una democracia liberal, es en realidad una reducida aristocracia» («contracted aristocracy»). ¿Qué ha sucedido en Vizcaya según Adams? Que ese teórico ‘pueblo’ que elige a sus diputados y junteros ha ido admitiendo por ley que sólo pueden elegir y ser electos unos pocos: los de familia noble, sin mácula de sangre manchada, que no hayan ejercido nunca «oficios mecánicos» o el comercio, y que posean «millares»: de manera que el gobierno ha devenido en Vizcaya el feudo de una limitada aristocracia.
Los datos que los historiadores nos ofrecen confirman desde luego la perspicacia de Adams al calificar el régimen foral vizcaíno como una oligarquía de los pudientes. En 1787, según Azaola, el porcentaje de vizcaínos con hidalguía reconocida era solo del 50%. Y de ellos, solo el 1% reunía los requisitos de propiedad y ‘millares’ necesarios para poder ser elector y elegido (Otazu, Martínez Rueda). En Begoña, por ejemplo, solo nueve propietarios tenían derecho en 1704 a participar en la insaculación de cargos de la anteiglesia. Todos los puestos clave del gobierno foral fueron acaparados continuamente por unas pocas familias (Feijóo).
En 1768 se nombraron por vez primera en Bilbao los «personeros del común», una nueva clase de ‘concejales’ que debían ser electos por y representar al común de los vecinos. Fue una imposición de los Borbones ilustrados que no agradó al poder foral. Aquel 25 de febrero el escribano del Ayuntamiento escribió lo siguiente en el libro de actas: «Primer paso en que interviene el pueblo. Las consecuencias referirá la historia de los cien años posteriores». Esta ingenua anotación (¡«primer paso en que interviene el pueblo»!) dice más sobre la auténtica naturaleza del régimen foral que mil páginas de tantos y tantos foralistas pagados por las propias diputaciones para vestir de democracia idílica lo que no lo era. Y no lo era aquí como no lo era tampoco en otras ‘repúblicas’ o ‘comunas’ europeas, esa es la realidad. Lo demás es hacer ‘presentismo’ y querer ser fundadores donde nuestros antepasados no lo fueron. Como la mayoría de la humanidad, por otra parte. No es ningún desdoro no haber inventado la democracia.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 6/2/2011