Tras la lluvia de golpes, ETA necesitaba reorganizarse, dividir a sus enemigos con la confusión, tranquilidad y el reconocimiento de sus buenas intenciones. A eso se ha dedicado los últimos meses, y eso le ha regalado el «proceso de paz». Si el Gobierno hubiera acordado el manejo de la situación con el PP, quizá el parón de atentados hubiera significado el comienzo del fin del terrorismo.
LOS partidarios del zapaterismo se afanan por entender qué es lo que ha pasado, qué ha fallado en el ya difunto «proceso de paz», como indica la práctica desaparición del ayer sagrado sintagma (aunque seguro que resucita). Responder con acierto esta pregunta es indispensable para responder la pregunta definitiva: y ahora, ¿qué vamos a hacer? Porque más allá de las llamadas a la unión de los demócratas y a distinguir la responsabilidad de los terroristas de los errores del Gobierno, aparece la certeza inquietante de que el atentado de Barajas ha hundido mucho más que un aparcamiento y las vidas de Carlos Alonso y Diego Armando Estancio.
Lo que se ha hundido es un «modelo de resolución del conflicto vasco», para decirlo con esa retórica gomosa. Un modelo fundado en dos supuestos que, otra vez, se han demostrado falsos. Primero, que para acabar con el terrorismo es necesario integrar a Batasuna en la democracia, haciéndole concesiones políticas y aceptando la impunidad de sus actos, porque entonces presionará a ETA para que abandone la violencia; segundo, que si ETA anuncia su voluntad de paz, entonces hay que tratarla como una «organización» capaz de «dar su palabra» en una negociación formal con el Estado. Supuestos falsos que se apoyan entre sí como en un castillo de naipes y que, como pasa con estas frágiles construcciones de papel, se vienen al suelo si reciben un empujón. Como ya hay expertos que se ofrecen de nuevo a levantarlo, no estará de más recordarlo.
Esos dos supuestos contradicen la experiencia, la memoria y la historia, tan sobadas estos días. Sin embargo, han sido reiterados por numerosos políticos, periodistas, expertos, eclesiásticos, empresarios, sindicalistas, incluso fiscales… «ETA no miente», ¿se acuerdan? Esa era la consigna, de manera que todos, salvo el PP y otros grupos de «enemigos de la paz», debían unirse con entusiasmo a la marcha por la Paz de Zapatero: ¡el ejercicio de la oposición y de la crítica han sido denunciados como ataques a la democracia!
Ni la continuidad y auge de la extorsión y la kale borroka, ni las amenazas de los «zutabe» (pues ETA unos días dice la verdad, y otros, según), ni exhibiciones como la de Aritxulegi o el robo de armas en Francia tenían ningún valor para quienes se han entregado en cuerpo y alma al pensamiento mágico, a ese dominio de la voluntad sobre la inteligencia que es el alma del zapaterismo. Como observó Hanna Arendt respecto a la sociedad alemana, España se ha llenado de personajes que consideran que los hechos son meras opiniones, y viceversa. Si decías: «Cuidado, que ETA no quiere la paz», replicaban: «Ésa será su opinión»… o te hablaban de la guerra civil. En el País Vasco sufrimos esta ofuscación desde hace tiempo: es responsable de la perduración del terror. Lo que animaba a pensar racionalmente que esta vez sí se podía acabar con ETA eran los tres años y medio sin víctimas mortales.
Pero algunos han interpretado al revés el significado de esa cauta retirada, ignorando la evidencia de que la comisión de asesinatos se había convertido en un negocio ruinoso, a consecuencia sobre todo del Pacto Antiterrorista. Tras la lluvia de golpes, ETA necesitaba reorganizarse y dividir a sus enemigos sembrando la confusión, y a eso se ha dedicado los últimos meses. Necesitaba tranquilidad y el reconocimiento de sus buenas y pacíficas intenciones, y eso es lo que, con sobrecogedora facilidad, le ha estado regalando el «proceso de paz».
Si el Gobierno hubiera acordado el manejo de la situación con el PP, quizás el largo parón de atentados hubiera significado el comienzo de la liquidación del terrorismo nacionalista. Se podía combinar la oferta de diálogo para el abandono de las armas, y sólo para eso, con la presión social, política y judicial. Como hemos visto, se optó por lo contrario. Zapatero ha preferido una oposición entretenida con un discurso apocalíptico, enredado en la conspiración del 11-M, que otra dedicada a un marcaje del Gobierno eficaz y exigente. En eso le ha sobrado esa famosa astucia de que ha carecido para tratar con ETA. Se ha jugado todo a una carta, y ha salido ful.
Pero una vez dividido de nuevo el enemigo, nada más fácil para ETA que ir subiendo sus exigencias, mientras se reorganizaba y se comprometía a no desaparecer hasta la independencia, según representó la pantomima de Aritxulegi. El Gobierno, entre tanto, prefería alentar el espejismo de que esos excesos eran gestos para la galería, mientras aceptaba la constitución de una «mesa de partidos», aunque dilatando su constitución formal. No deberíamos olvidar que Otegi se ha referido a la falta de progresos en este compromiso, fundamental para ETA, como una de las razones que justifican el atentado de Barajas y las dos nuevas víctimas.
¿Qué nos espera en los próximos meses? Las cosas no van a mejorar; al contrario, debemos temer el inicio de una escalada similar a la de 1999, pero con un lenguaje más confuso y encubridor, al que el zapaterismo se prestará fácilmente. El mensaje gubernamental de que ETA siempre tendrá las puertas abiertas para reiniciar la negociación es el peor mensaje posible: alarga indefinidamente las expectativas de los terroristas mientras desmoviliza y confunde a la ciudadanía, aletargada con la nana del diálogo.
Los partidarios del proceso insisten en que habrá que volver a la cháchara cuando se disipe el humo y se entierre a los muertos. Proclaman que no hay alternativa a este «diálogo» que acaba de fracasar, es decir, que no hay otra vía que una rendición negociada… de la sociedad democrática. El regreso a los tiempos de Argel… y de Hipercor.
Pues bien, este fracaso deja claro, en cambio, que no hay alternativa democrática a la liquidación de ETA. Mejorando las herramientas jurídicas contra el entramado «civil», porque la ilegalización de Batasuna ha resultado bastante fraudulenta, a la luz de la infatigable actividad de un Otegi capaz de reunir a la Prensa para justificar el atentado la misma tarde del suceso. Acabar con ETA de modo satisfactorio, sin pagar precios impagables, requiere la mejora de la democracia. No su entrega a esa corte de los milagros del «proceso de paz», con sus capellanes, iluminados y parásitos metidos a expertos y mediadores que trafican con nuestras vidas.
Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 3/1/2007