Gabriel Albiac, ABC, 29/6/2011
El modo en el cual Zapatero garantizó al PNV la anulación de la sentencia del Supremo sobre Bildu, a manos de la institución partidista que preside el señor Sala, hubiera provocado una crisis de Estado en otros sitios. Aquí no.
ENVUELTO en la armadura de su estolidez, deliró ayer el presidente. No es nuevo. Hablamos de alguien que llegó al cargo merced a una rara carambola: su partido daba por perdidas las elecciones en 2004, buscó sacrificar a un desechable don nadie; no había otro más adecuado a ese desairado papel que el tal Rodríguez Zapatero. Y llegó lo no previsto: el 11M. Gobernó. Trajo la ruina.
Daba vergüenza oírle farfullar ayer tonterías económicas que no entendía. Pero no, vergüenza daba al principio. Ahora concita el aburrimiento y el enfado. ¿Cómo ha podido permitir el Parlamento que una nulidad así dispusiera de siete años para completar su política de tierra quemada? Es terrible la responsabilidad de quienes no han sabido —más allá de las siglas de partido— negociar juntos la destitución de un sujeto fuera de sus cabales y, por tanto, perjudicial en igual medida para todos. Un insensato no tiene ni color ni ideología. Tiene sólo peligro.
Tampoco es un azar que este desastre sucediera. Es el síntoma final de una serie de fatales carencias de la España contemporánea. No hay Estado ya. No hay nación siquiera. No hay nada más que un turbio tejido de intereses, de los cuales da muestra poco equívoca el afán con que las gentes que gobiernan batallan por buscarse un buen empleo internacional antes del definitivo desastre. Lo más lejos posible. Allá donde poco se sepa de sus habilidades.
No hay Estado. Democrático. Si es que lo que define a un Estado democrático sigue siendo aquella contraposición de poderes que teorizara Montesquieu: la que imponía que, por la fuerza de las cosas, el poder refrenara al poder. Viene de atrás la destrucción: de la felipista ley orgánica del poder judicial, que enterró la hipótesis constitucionalista de 1978. Es lo que llega ahora al paroxismo en esa horrible farsa, que trueca algo que no es poder judicial, el Tribunal Constitucional, en irregular instancia de casación de la última instancia jurisdiccional: el Tribunal Supremo. El modo en el cual Zapatero garantizó al PNV la anulación de la sentencia del Supremo sobre Bildu, a manos de la institución partidista que preside el señor Sala, hubiera provocado una crisis de Estado en otros sitios. Aquí no.
No hay Gobierno. Ni un átomo de eso quedó, desde el día mismo de hace más de un año en el cual la UE dictó —bajo amenaza de intervención— a Zapatero el viraje de su política económica. Hay ministerios descoordinados, que no saben a qué juegan. Y hay uno que suplanta a la Presidencia: el ministerio a cargo del control policial. Que su titular sea el próximo candidato socialista es lo único serio —¿o preocupante?— en esta farsa.
No hay nación. La «cuestión discutible y discutida», de la cual partió la era Zapatero, ha acabado por construir realidad a su medida. Zapatero creó, primero, el disparate de aceptar dos sujetos constituyentes distintos en el estatuto —Constitución, de hecho— de Cataluña. Lo remató, finalmente, cuando obtuvo del Constitucional una sentencia encaminada a encarrilar la mayoría independentista en el próximo parlamento vasco. ¿Nación? Ni discutible, ni discutida. Dinamitada. Es la histórica herencia del hombre que soñaba con pasar a la historia. Puede dormir tranquilo: ya ha pasado.
Gabriel Albiac, ABC, 29/6/2011