Javier Rupérez, EL CONFIDENCIAL, 11/7/11
Conviene recordar el comienzo de esta historia: los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 habían sido planificados por Osama Bin Laden en Afganistán aprovechando la complicidad que los yihadistas recibían de los talibán, entonces en el poder. En la práctica, el Gobierno afgano encabezaba a la perfección lo que los analistas internacionales denominan “estado delincuente”. La acción bélica americana, utilizando el legítimo derecho a la defensa contra los ataques, y contando con el apoyo inmatizado de gobiernos e instituciones internacionales, tuvo como primer objetivo el de derrocar a quienes habían permitido y alentado la realización de los ataques terroristas.
A finales del año 2001, la operación ‘Libertad Duradera’, realizada con abundancia de medios aéreos pero con elementos terrestres limitados a los comandos de fuerzas especiales, se saldó con un rotundo éxito. Desde el punto de vista politico la comunidad internacional encontró en Hamid Karzai, un pastún bien conocido en Washington y opuesto al radicalismo fundamentalista talibán, la figura adecuada para encarnar la transición hacia formas civiles y democráticas mientras que, desde el punto de vista de la seguridad, el golpe propiciado a Al Qaeda y sus cómplices parecía tan definitivo que EEUU y sus aliados estimaron improbable el resurgimiento de los talibanes.
Tanto era así que la Administración Bush aplicó en el Irak de Saddam Hussein, desviando la atención de lo que Afganistán ocurría, la misma receta afgana: acabar de raíz con la peligrosidad de regímenes autoritarios de perfiles arabo/islamistas cuya razón de ser giraba en torno a la inducción de inestabilidad y violencia para con las democracias occidentales y sus ciudadanos. Los “infieles” de Bin Laden.
Comienza a dibujarse una acción antiterrorista más basada en la información y en las acciones puntuales de fuerzas especiales (al estilo de la que acabó en Pakistán con la vida de Bin Laden) que en el mantenimiento sobre el territorio de cantidades masivas de fuerza militar preocupada sobre todo por asegurar su propia seguridad
Tempranamente, la ONU invitó a la comunidad internacional a participar en los esfuerzos de reconstrucción física y social del martirizado país y España, todavía bajo el gobierno de José María Aznar, respondió a la invitación con largueza, enviando un contingente relativamente numeroso de fuerzas militares con misiones civiles y humanitarias. Esas tropas se fueron integrando alternativamente bajo el mando americano en la operación ‘Libertad Duradera’ o bajo el de la OTAN, en el marco de la ISAF (International Security Assistance Force). Fue precisamente al realizar al relevo de uno de esos contingentes cuando se produjo en Trebisonda, en Turquía, el accidente del avión que devolvía a casa a sus integrantes, con el espantoso saldo de 62 muertos. En otro accidente aéreo, esta vez en Afganistán, en el que se vio envuelto un helicóptero, fallecieron 17 militares españoles. Recordemos que hasta la fecha Afganistán sigue siendo la intervención militar española en el exterior que mayor número de víctimas se ha cobrado: 97.
Y Zapatero abandonó Irak
Al llegar a la presidencia del Gobierno, tiempo le faltó a Zapatero para anunciar la retirada de las tropas españolas estacionadas en Irak, cumpliendo con ello una promesa electoral al coste de crear con los americanos una insalvable sima de credibilidad, dada la abrupta e inesperada manera con que la decisión fue adoptada y publicitada. Al hacerlo, introdujo además uno de los elementos de la falsedad que tan a menudo habría de salpicar toda su desgraciada gestión: que la presencia militar española en Irak no tenía cobertura legal, cuando lo cierto es que aquellas tropas ya estaban bajo el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU.
Las tropas españolas no habían participado en la misma invasión, cuyo pecado de “ilegalidad” tanto preocupaba a Zapatero y a sus cohortes. Intentó el Gobierno socialista cubrir la papeleta frente a los evidentemente irritados americanos con la promesa de que, en Afganistán, España si cumpliría con sus compromisos, con el recurso elemental de que Irak era la “mala guerra”, la guerra de Bush, mientras que Afganistán era la “buena operación humanitaria”, aunque también la había iniciado Bush. Pero en realidad lo que contaba es que frente a la contradicción y sus gravosos resultados Zapatero podía presumir que el también tenía “su” operación militar, que no guerra. Ni Bono, del que ni los conserjes deben recordar que fue Ministro de Defensa, ni Chacón, eternamente perdida en el inane mutismo de sus vacías circunvoluciones cerebrales, pusieron el menor interés en desfacer los correspondientes entuertos y menos en explicar las razones de una presencia que en el fondo de sus almas se les antojaba reaccionaria y poco compatible con una política “de progreso”.
¿Y España? Con sus aliados, con los Estados Unidos, con la libertad, contra el terrorismo, contra la barbarie y, ahora que los demóscopos nos anuncian cambios en La Moncloa, con todas las explicaciones que sean necesarias para justificar nuestros sacrificios
Ni que decir tiene que el voluntarioso y torpe Moratinos bastante tenía con que Afganistán le sirviera para que Condoleezza Rice no le diera con la puerta en las narices. Poco le había faltado al educado Colin Powell para hacerlo. Sin embargo, en el tumulto, Afganistán quedó para los socialistas como intocable piedra de toque, en la que poco o nada creían pero a la que consideraban reverencial para presumir frente a los inquilinos de la Casa Blanca. Impagable tragicomedia esta de unos aficionados pacifistas que por temor a ser reñidos no debaten en Afganistán lo que en Irak les llevó a movilizar las masas. De nuevo el síndrome OTAN. ¿Se acuerdan? Del “OTAN de entrada NO” al “OTAN en el interés de España”. En el corto espacio de cuatro años. ¿Hay alguien que de más volatines en menos tiempo?
ISAF: “I Saw Americans Fighting”
Es en esos dimes y diretes, cuando una apariencia de estabilidad empieza a instalarse en Irak, el momento en que los jefes militares aliados dan la voz de alarma: los talibanes se están rearmando, las zonas fronterizas entre Afganistán y Pakistán distan mucho de estar pacificadas, la complicidad entre los servicios de inteligencia pakistaníes y las diversas facciones islamistas radicales se hace evidente, las tropas aliadas están siendo objeto de ataques numerosos y bien planificados, la seguridad es precaria incluso en Kabul, Karzai se ha convertido en un líder errático y, por si fuera poco, la corrupción permea todo el sistema de gobierno mientras las seculares tensiones tribales retornan con fuerza. Obama, ya instalado en la Casa Blanca, responde con la guerra, esta vez la suya: se incrementan los ataques de los aviones no tripulados contra terroristas e insurgentes, incluso dentro de territorio pakistaní y, tras un periodo agónico de meditación, ordena el envío de 30.000 soldados adicionales. El número total de tropas desplegadas en el territorio llega a los100.000, de las que más del 80% son estadounidenses.
El Gobierno español se resiste tozudamente a utilizar la palabra “guerra” para describir lo que está ocurriendo en el país asiático, a pesar de que nuestras tropas no dejan de recibir ataques de los insurgentes locales y a pesar de que -y en eso no están solos los españoles, otros países europeos practican la misma táctica- las zonas donde se han desplegado están relativamente alejadas de los conflictos más intensos o se ven poco afectadas por los mismos. No tarda en aparecer un sardónico chiste: ISAF no querría decir lo que sus siglas reflejan sino “I Saw Americans Fighting”. Es decir, “he visto luchar a los americanos”.
Lo grave y contradictorio de la desgana argumentativa gubernamental es su mismo resultado: las tropas españolas y sus elementos de apoyo, a un coste significativo para el contribuyente nacional, están cumpliendo satisfactoriamente con su cometido mientras al españolito de a pie, al que naturalmente no le gustan las guerras ni comprende qué hacemos peleando en una tan lejana, le falta lo elemental: una explicación. Un razonamiento que debería haber sido este: las democracias occidentales no pueden permitir que Afganistán se convierta de nuevo en un nido de gestación y lanzamiento del terrorismo islamista internacional; un nuevo 11 de septiembre sería muy negativo para la estabilidad de todos nuestros países y del mundo en general; el yihadismo debe ser confrontado con vigor y sin complejos, si realmente queremos establecer una línea fecunda de conversación y colaboración con el mundo musulmán; España, país democrático y próspero, comparte el interés de sus socios y aliados en que así sea y sus recursos defensivos le permiten, y en cierta medida le obligan, a prestar su apoyo a la causa común. Nunca ha sido fácil vender guerras. Menos todavía si por parte de los que deberían desempeñar tales tareas tienen sus mentes puestas en otras urgencias -el Llobregat, la hípica- y se sienten poseídos por el miedo escénico de los que deben recitar un papel en el que no creen. Los castizos denominan a la figura como coitus interruptus.
El hartazgo de la opinión pública
Ciertamente el presente no es muy prometedor. El presidente Obama, que tiene cierta afición a dar un paso adelante y dos atrás, acaba de anunciar la retirada de 10.000 soldados de Afganistán para este verano y los consiguientes repliegues hasta la completa retirada de la tropa combatiente en el verano de 2014. Los países que bajo la OTAN tenían también contingentes desplegados en Afganistán, entre ellos España, han anunciado ahora, en el caso de que no lo hubiera hecho antes, su intención de proceder de la misma manera. Urgencias varias, en las que se suman necesidades electorales, la necesidad de reducir gastos, el hartazgo de la opinión pública o las dudas sobre la viabilidad del objetivo, dibujan un panorama desalentador. Tanto más cuanto que los éxitos parciales indudables que los jefes militares describen no parecen ir acompañados de certezas tranquilizadoras sobre el futuro del país y más bien hacen pensar en una vuelta al dominio de la confusa alianza que forman yihadistas, talibanes, jefes feudales, espías pakistaníes, cultivadores de opio y otras gentes de mal vivir. ¿Diez años de guerra, de muertos, de gastos, para esto? ¿Acaso no están los americanos y sus aliados experimentando en sus carnes lo que sufrieron los soviéticos tras la invasión de 1979? ¿No será cierta la sabiduría convencional que hace de Afganistán un territorio de imposible conquista para foráneos, orgullosa tierra indómita, martirio de gigantes y nido de víboras?
No es previsible que el mundo occidental dé la batalla por perdida definitivamente ni probable que, sean cuales sean las demandas del momento, Afganistán quede abandonado a su suerte. Las razones por las que allí estamos, para todos los que allí estamos, siguen siendo hoy tan válidas como hace diez años y resultaría suicida no tenerlo en cuenta. Pero, al mismo tiempo, es indudable que la fatiga permea a dirigentes y opiniones públicas y frente a ella solo cabe la reafirmación en lo fundamental -otro Afganistán delincuente resultaría extremadamente dañino para nuestros intereses- y la adopción de posibles cambios en lo accesorio -las tácticas, los despliegues, las políticas concretas-.
Comienza a dibujarse una acción antiterrorista más basada en la información y en las acciones puntuales de fuerzas especiales -al estilo de la que acabó en Pakistán con la vida de Bin Laden- que en el mantenimiento sobre el territorio de cantidades masivas de fuerza militar preocupada sobre todo por asegurar su propia seguridad. Ello y la letalidad de los aviones no tripulados en las zonas fronterizas y el mantenimiento de la cohesión aliada -la OTAN en Afganistán no está pasando por sus mejores momentos- podría demostrarse suficiente para contener a la fiera del barbudo con babuchas y kalasnikov. A ello convendría añadir cantidades hoy de imposible evaluación, como, por ejemplo, la voluntad pakistaní para cortar definitivamente sus lazos con talibanes y yihadistas, las posibilidades de una mejora real de relaciones entre Nueva Delhi e Islamabad con algún tipo de arreglo sobre Cachemira o la decisión iraní de no seguir armando a todo aquel que quiere disparar contra los occidentales. No hay que ser muy versado en los vericuetos de la política internacional para adelantar que ninguna de esas cosas aparecen hoy en el horizonte de lo posible, menos en el de lo probable.
¿Y España? Con sus aliados, con los Estados Unidos, con la libertad, contra el terrorismo, contra la barbarie y, ahora que los demóscopos nos anuncian cambios en La Moncloa, con todas las explicaciones que sean necesarias para justificar nuestros sacrificios y todas las gestiones que haya que realizar para acompasar nuestra colaboración a las acciones comunes y para contribuir adecuadamente a la misma descripción de estas. Mariano Rajoy y el PP tienen todas las adecuadas credenciales para hacerlo. Entre otras, y no es la menor, la impecable manera en que han sabido apoyar a nuestras tropas en Afganistán, y en los demás despliegues exteriores en que nos encontramos, sin un mohín de crítica o de disgusto cuando tentador hubiera sido devolver la moneda a los que en su oposición a la guerra en Irak estuvieron dispuestos a cualquier cosa. Incluso a calificar de “asesino” al presidente del Gobierno. Aunque en esto de los socialistas hay que andarse con mucho tiento: como aquellos del cuento, ni olvidan ni aprenden nada. Y lo de Afganistán tiene cuerda para rato. En el camino nos encontraremos.
Javier Rupérez es un político y diplomático español
Javier Rupérez, EL CONFIDENCIAL, 11/7/11