No basta «la paz» a secas, porque no se trata extinguir una cuadrilla de malhechores. Hay que buscar una paz políticamente justa, la que empiece por el reconocimiento de que el terror fue una rebelión injusta y saque después las consecuencias. No nos jugamos el final de ETA, sino su derrota civil, una «derrota por KO»; un KO, también, político y moral.
La clase de justicia que se debe a las víctimas del terrorismo nacionalista vasco exige entender primero la especie de víctimas que sean. Y esto a su vez sólo acierta a perfilarse cuando se esclarece la especie del crimen que se cometió con ellas. A tal crimen, tal víctima y, en consecuencia, tal justicia.
Pues bien, digamos cuanto antes que son víctimas políticas, objetos de un crimen público, y no de un crimen privado. Lo que significa que se las sacrificó desde una ideología que algunos cultivan acerca del bien general de nuestra sociedad, con vistas a un proyecto colectivo para todos nosotros, en nuestro nombre. Por eso son víctimas mayores que cualesquiera otras privadas, porque -nos guste o no- su daño nos compromete a todos como ciudadanos. Lo que es más, son víctimas selectivas. Los terrorismos difieren entre sí y, mientras otras resultan víctimas indiscriminadas y hechas por casualidad, las de aquí fueron en gran proporción escogidas de manera premeditada: por su cometido profesional, su carácter de representante político o su militancia intelectual. Otros muchos no tenían nada que temer porque, con mayor o menor disimulo, estaban de parte de los asesinos. O, lo que es igual, los asesinos contaban y cuentan con arraigo entre la población, disponen de cómplices entre nosotros. De suerte que estas víctimas nuestras no lo fueron únicamente de los terroristas, sino también de sus cómplices; no han sido tan sólo agredidas por los armados y sus auxiliares, sino además justificadas y abandonadas a su suerte por tantos que lo consienten. Una vez más, son víctimas que nos interpelan con mayor derecho y en demanda de mayor reconocimiento público que ninguna otra.
Desde su naturaleza pública tenemos el deber de juzgar la justicia o injusticia política de aquellos asesinatos. No vale que lo genéricamente criminal de los atentados oculte su específica diferencia política, para así reducir el problema terrorista a la represión policial, a las sentencias judiciales o a los beneficios carcelarios. Como si fuera irrelevante pronunciarse sobre los fines de los pistoleros y sus premisas ideológicas.., muchos políticos y ciudadanos se concentran en la fácil condena de sus medios. Semejante escapatoria les evita repudiar el terrorismo por partida doble: por la evidente maldad de sus medios criminales y por la no menos probada ilegitimidad de sus fundamentos y fines etnicistas.
La justicia es la primera demanda de aquellas víctimas y de esas otras, sus familiares. Pero, en nuestro caso, ¿acaso no representa también una necesidad perentoria de nuestra sociedad entera, si es que aspira a limpiarse y mirarse a la cara? Puestos a ello, y como los estragos y sus beneficiarios, los agresores y los agredidos están aún presentes, no cabe invocar sólo el deber de la memoria. Cuando para matar al vecino se aducen justificaciones y metas políticas, la justicia para las víctimas tampoco puede contentarse con su mera indemnización o resarcimiento. Dadas ciertas características de este crimen terrorista (el apoyo social que lo ha sostenido, la comisión organizada del delito, sus numerosas víctimas secundarias), ni siquiera es bastante instruir procesos judiciales convencionales y según procedimientos ordinarios. No podemos conformarnos con la mera sentencia de unos jueces y el cumplimiento de unas penas individuales. Estos muertos han sido el arma más brutal con el que una parte de la sociedad ha atemorizado y ofendido a la otra. Y lo puesto finalmente en juego es la reconciliación entre ambas, la ofensora y la ofendida…., si es que la ofensora accede a reconocer su culpa y a pedir perdón por ello.
Así pues, una justicia política. Recordemos que el terrorista vasco asesina por razones y objetivos políticos, o sea, en nombre de un presunto Pueblo hoy oprimido y mañana liberado; actúa en defensa de unos presuntos derechos (colectivos) supuestamente negados. Ahora bien, si esos derechos carecen de todo fundamento racional defendible; si sus razones no fueran democráticas, sino las opuestas; si esos objetivos no son ni pueden ser mayoritariamente asumidos por una población de ciudadanos, etc…., entonces habrá que pregonar que sus víctimas, además de inocentes -como las de cualquier terror organizado-, son víctimas asimismo de una injusticia. Y que ésta no sólo consiste en su sacrificio violento, sino también en la primitiva ideología y en el proyecto totalitario por el que fueron abatidas. No hay, pues, justicia completa para nuestra víctima como no se condene la causa terrorista. Honrar a las víctimas exige deshonrar a los verdugos y combatir las ideas que los convirtieron en tales. Tal es la condición indispensable para que la convivencia civil no se afirme en el futuro sobre los mismos principios que propiciaron el enfrentamiento en el pasado y en el presente.
¿Que eso es imposible, puesto que sólo hay lugar a la condena judicial de los medios terroristas, pero no de sus presupuestos ni de sus fines? Pues habrá que salir de los tribunales y plantarse en la plaza pública, si queremos que algún día llegue el descanso para estas víctimas y la tranquilidad para todos. En el proceso de Nüremberg no se condenaron tan sólo los crímenes contra la Humanidad de algunos dirigentes del régimen nazi; se condenaron también los propósitos que albergaban y la ideología totalitaria que los nutría.
De lo contrario, al sortear cuidadosamente el pronunciamiento político, se obtendría una falsa justicia, una justicia abstracta que aísla los resultados criminales de sus móviles y propósitos últimos. Sería otra forma de traicionar a esos muertos, al olvidar, disculpar o disponerse a aceptar la razón o el proyecto por los que fueron muertos. Se humillaría de nuevo a las víctimas si viniera a sentarse que su aniquilación, además de irreparable, ha sido políticamente en balde. Peor aún: que de hecho cuentan más en favor de ETA y sus aliados, porque su peso (el de las víctimas) nos resulta tan insoportable que inclina al fin la balanza hacia el olvido y la injusticia colectiva. Esas víctimas habrán de saber entonces que, a menos que abandonen esta comunidad de Euskadi, seguirán viviendo en un lugar en el que demasiados conciudadanos darán por bueno, o cuando menos necesario o en último término irrelevante el brutal sacrificio de sus seres queridos.
No basta «la paz» a secas, porque no se trata de disolver o hacer extinguir una cuadrilla de malhechores. Hay que buscar una paz políticamente justa, y la única paz justa será la que empiece por el reconocimiento de que el terror fue una rebelión injusta y saque después las consecuencias. No nos jugamos el final de ETA, sino su derrota civil. Al contrario de lo deseado por el presidente Imaz y tantos correligionarios suyos, ETA debe sufrir una «derrota por KO»; y no sólo una derrota por un KO legal y policial, sino además por otro político y moral. Porque traicionar a los muertos es traicionar sobre todo a los vivos. Y la mayoría de los vivos no queremos habitar una sociedad en la que la barbarie de algunos se haya cobrado lo que las gentes no les daban; en la que el terror resulte innecesario tan sólo porque ya alcanzó lo que perseguía. O en la que se consagran o respetan ideas políticas despreciables.
Habríamos llegado a una situación, al decir de Günter Anders, en la que «al final nadie asume responsabilidad alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las víctimas y la radiante buena conciencia de los necios».
Aurelio Arteta, BASTAYA.ORG, 6/3/2006