Entre muchos que solo quieren ser espectadores, proponer la paz sin calificativos equivale a asegurar su propia tranquilidad. Pretenden entrar en un esplendoroso futuro ahorrándose la vergüenza de rendir cuentas de tan miserable pasado.
Se lo escuché el otro día a una entrevistadora en ETB 2 y me pareció una muestra insuperable de la hipocresía reinante en nuestra sociedad. «Al fin y al cabo, aquí todos queremos la paz», dijo bien oronda aquella señora. Era un compendio de confusión moral revestida de exquisita conciencia, de simpleza de una cabecita que se negaba a pensar. Por si acaso. El entrevistado, con buen tino, le replicó que eso era no decir nada, que lo decisivo era saber qué clase de paz queremos y por qué razones…, y que en eso, por desgracia, no todos estaríamos de acuerdo. Dudo que la entrevistadora le entendiera.
Seguramente se le escapaba que quienes a lo largo de medio siglo han tramado atentados y maquinado extorsiones también querían la paz, ¿o no? Querían -y todavía quieren, claro está- la paz que vendría después de su victoria, la que iba a hacer realidad sus propósitos políticos, una meta que han perseguido mediante el empleo del terror. Nadie combate a muerte por el mero gusto de combatir, sin otro objetivo que seguir luchando, sino para vencer al oponente. ETA y el conjunto del nacionalismo quieren su paz, que no es la paz que debe querer la mayoría de nosotros, sus ‘beneficiarios’. Contra lo que postulan sus herederos, la nuestra solo puede provenir de su derrota: la derrota militar si nos limitamos a la banda, la derrota doctrinal y electoral si la ampliamos a sus herederos.
Pero hay todavía demasiados que se contentan con pedir una paz en abstracto, así, sin entrar en averiguaciones acerca de quiénes y desde qué supuestos nos declararon la guerra. Borrón y cuenta nueva o, mejor, aquí paz y después gloria. Que nadie venga a juzgar la legitimidad de la ‘causa’ que desencadenó este largo contencioso, no vayamos a entorpecer su final. O, también, no sea que se descubra su endeblez teórica y su falta de cualquier justificación defendible. Pues el caso es que no todas las doctrinas políticas son igual de decentes, ni todas las ideas ostentan iguales derechos a ser transmitidas, ni todos los partidos a ser tenidos por democráticos.
El cerril fanatismo del mundo abertzale, y de sus compinches, pretende hacernos creer que basta dejar de ser asesinos o cómplices de asesinatos para convertirse en demócratas. Demasiado fácil. Desde la pura ausencia o cese de hostilidades hasta llevar una vida democrática, una sociedad o un grupo tienen un largo trecho que recorrer. Esa mera convivencia pacífica no es aún democracia, sino solo uno de sus requisitos iniciales. Hace falta todavía desprenderse de creencias pre y antidemocráticas: la de un presunto pueblo por encima de la sociedad real, una comunidad étnica por delante de la ciudadana, la existencia de derechos colectivos y la superioridad de los derechos nacionales sobre los individuales, la subordinación de otras necesidades sociales a la ‘construcción nacional’. Son las doctrinas básicas del nacionalismo etnicista que, si hasta ahora han alentado o disculpado el uso del terror, introducen siempre en la vida ciudadana un enconamiento que amenaza desembocar en violencia.
Así que se habla de una paz sin adjetivos, de una paz que sea tan solo paz. Predicar una paz sin preocuparse de la justicia entre los contendientes significa entonces erigir la paz en valor absoluto, y no lo es. Es verdad que puede emprenderse un camino de justicia que no traiga de inmediato la paz esperada (porque la voluntad de instaurarla suscitará la resistencia de muchos). Pero no puede soñarse con una paz digna de ese nombre como no proceda y se acompañe del afán de justicia. Otra cosa sería la paz propia de los regímenes autocráticos o de los cementerios, la paz que solo exige deponer las armas pero no los falsos prejuicios ni creencias que han conducido a empuñarlas o ampararlas. Una paz negativa y vacía, hecha de silencio y olvido. En cuanto la observáramos de cerca, esa paz aparente revelaría enseguida su naturaleza poco pacífica; en ella ya se estaría larvando la futura guerra. El terrorismo se deslegitima por sí solo, sin gran esfuerzo. Lo que cuesta -y lo que más importa- es deslegitimar los planteamientos y concesiones que han legitimado el terrorismo…
Entre los principales actores nacionalistas, tan pacífica declaración les sirve para disimular sus torpes planteamientos y sobrevivir en la escena política bajo piel de cordero. Entre muchos que solo quieren ser espectadores, por su parte, proponer esa paz sin calificativos equivale a asegurar su propia tranquilidad al precio que fuere. La verdad de los hechos pisoteada durante décadas, el derecho humillado de tantos y el resarcimiento pendiente de las víctimas les traen sin cuidado. No solo rechazan revisar el daño cometido y el que ellos mismos han consentido, sino que están dispuestos a seguir tragando el nacionalismo que haga falta con tal de evitar sobresaltos. En realidad, siempre se han comportado así. También durante nuestra siniestra historia reciente se han negado a mirar el fondo del asunto para no chocar con el ambiente y los amigos. A lo más, se limitaban a desear el fin de la pesadilla…, sin advertir cuánto contribuía su inhibición a prolongarla. Y ahora pretenden tan ricamente entrar en un esplendoroso futuro ahorrándose la vergüenza de rendir cuentas de tan miserable pasado.
Aurelio Arteta, EL CORREO, 6/1/2011