Fernando Reinares, DIARIO LA RIOJA, 21/12/11
«El significado político de las víctimas de ETA evoca una y otra vez qué es lo que hay en nuestra democracia liberal que no debe sufrir deterioro con la renuncia al terrorismo por parte de los etarras»
Para los terroristas, el fin justifica los medios -¿qué, si no?-. Sus ideólogos se esfuerzan por presentar la violencia como un instrumento eficaz y moralmente aceptable para conseguir objetivos políticos. Incluso en condiciones de democracia, por lo que a menudo se ven obligados a definir como real una situación distinta a la realidad democrática existente. Los terroristas de ETA, así como quienes han formado o siguen formando parte de su entorno, ya no consideran que el terrorismo sea eficaz. Pero lo siguen viendo como moralmente aceptable. No han renunciado al terrorismo por razones de principio, sino por criterios de oportunidad.
Extraordinariamente debilitados por una acción judicial y policial reforzada con la cooperación internacional, incapaces de movilizar suficientes recursos humanos y materiales a través de sus entidades cómplices y encubridoras, privados del significativo apoyo que otrora recibieron entre la población vasca, los terroristas de ETA han abandonado la violencia. Pero sin que sus fines hayan cambiado y sin arrepentimiento. Buscando así que su decisión no parezca una derrota y tratando de aprovecharse tanto de los efectos sociales de décadas de violencia como de la disposición apaciguadora de algunos profesionales de la política para quienes parece que el terrorismo no ha sido únicamente responsabilidad de los terroristas.
ETA ha dejado claro cuáles eran y son sus fines: un País Vasco independiente, unificado y euskaldun. Es decir, el establecimiento de un nuevo Estado del cual formen parte la Comunidad Autónoma vasca, Navarra y los territorios vascofranceses, en el que el euskera sea la lengua única y la exclusiva referencia cultural. Para eso -precisamente para eso- ha matado durante decenios a casi novecientas personas, al margen de si existía o no democracia y de si semejantes propósitos se correspondían o no con la voluntad de las gentes en nombre de las cuales los terroristas decían actuar. Viendo con estremecimiento a quiénes ha matado ETA, se constata el sentido de su violencia y se comprende mejor el significado de las víctimas del terrorismo.
Matando a servidores públicos de las instituciones estatales, sobre todo, aunque no sólo, a miembros de la Policía y de la Guardia Civil, ETA se ha dirigido contra el Estado, contra un Estado de derecho en concreto, pues la inmensa mayoría de los asesinatos terroristas han sido cometidos desde el inicio de la transición democrática. Matando a civiles, incluyendo representantes políticos democráticamente elegidos o periodistas, entre otros, ETA se ha dirigido contra la sociedad española. Muy en especial contra quienes expresaban con orgullo cívico su doble condición de vascos y españoles, una identidad dual que es incompatible con la propuesta por el nacionalismo étnico y excluyente de los etarras.
Así pues, las víctimas mortales del terrorismo de ETA, así como los millares de personas que fueron heridas en atentados, al igual que el conjunto de sus familiares y allegados, nos revelan mucho sobre los designios de los terroristas. Al mismo tiempo, este significado político que tienen las víctimas del terrorismo de ETA debería hacernos recordar, a todos los ciudadanos demócratas, cuáles son los conceptos y las realidades de nuestra sociedad abierta que el final del terrorismo no debe menoscabar, porque lo contrario afectaría gravemente a valores y procedimientos que están en la esencia misma de la democracia.
Los terroristas de ETA y quienes colaboraron con ellos trataron de socavar el Estado de derecho y, por lo tanto, el final del terrorismo no puede conllevar impunidad, ni alteraciones en el modelo de descentralización territorial establecido en la Constitución, ni la salida de las fuerzas de seguridad del País Vasco. Los terroristas y quienes colaboraron con ellos trataron de erosionar la pluralidad lingüística, cultural y política de la sociedad vasca y, por consiguiente, el final del terrorismo no puede acarrear acuerdo alguno -como el reconocido por Jesús Eguiguren -sobre una redefinición etnicista y excluyente de la nación vasca- en términos ajenos a esa heterogeneidad constitutiva.
El significado político de las víctimas de ETA evoca una y otra vez qué es lo que hay en nuestra democracia liberal que no debe sufrir deterioro con la renuncia al terrorismo por parte de los etarras. A menos que se quiera dar por buena, en la práctica, la idea de que el final de esa violencia exigía algún tipo de concesión o compensación -concomitante o diferida- a los terroristas y a quienes les respaldaban y ahora se muestran como no violentos pero sin llamar a los terroristas por su nombre ni manifestar respeto a las víctimas del terrorismo. Ha cambiado su entendimiento sobre la utilidad del terrorismo, pero no sobre la moralidad de dicha violencia.
A su vez, ello nos advierte del peligro de que, con el propósito de avanzar sus fines, ETA -todavía no disuelta- y el conjunto de la llamada izquierda abertzale intenten ahora aprovecharse de los efectos sociales del terrorismo. Porque las consecuencias de la intimidación sobre las actitudes y comportamientos de la sociedad vasca, o de la sociedad navarra, no desaparecen de la noche a la mañana. Y porque el número de vascos, o de navarros, que han abandonado su tierra desde, al menos, el inicio de la transición democrática, a raíz de las amenazas terroristas o del acoso de quienes apoyaban a ETA, es lo suficientemente grande como para determinar, en su ausencia, elecciones y hasta referendos si los hubiera.
Fernando Reinares, DIARIO LA RIOJA, 21/12/11