La biodiversidad en el mundo vegetal y animal es un bien indudable, pero el universo humano está habitado por seres morales. La diversidad cultural es en sí misma moralmente neutra. No es verdad que las lenguas «vivan» o «mueran». Eso sólo les pasa a las personas. El euskera desaparecerá, como el castellano, pero seguirán viviendo personas que hablarán «su» lengua.
Escribía hace ya quince años Aurelio Arteta que el problema esencial que plantea la política lingüística es la del «por qué», es decir, la cuestión de su legitimidad. Y lo triste es que seguimos igual hoy todavía. Porque lo que sólitamente escuchamos debatir a nuestros representantes políticos son simples matices, los del «cómo», el «cuánto» o el «en qué grado» de la euskaldunización. Cuando de lo que hablan tantos y tantos ciudadanos en voz baja no es de modulaciones sino de razones. Lo otro, los matices, no son sino las patéticas escaramuzas de retaguardia que libra una izquierda en franca desbandada desde el momento mismo en que admitió sin oposición el principio de donde nació toda la política lingüística: el de que los ciudadanos vascos deben llegar a ser bilingües.
Pues bien, es ante este mismo principio ante el que la razón crítica dice: ¿por qué? Una política que pretenda cambiar la realidad requiere una justificación que la legitime. Si se cambia la distribución social de la renta es por razones de justicia; si se modifica la situación respectiva de los ciudadanos de uno y otro sexo es por igualdad. Por eso, cuando el poder público decide convertir coactivamente en hablantes del euskera a quienes no lo son, surge imperiosa la necesidad de una justificación; máxime cuando esa política afecta al ámbito privado y autónomo de la persona, es decir, es una política intervencionista Y no vale argüir que esa política se ha decidido democráticamente por el Parlamento, pues eso vale tanto como el «sic volo sic iubeo, stat pro rationae voluntas» de Juvenal (así lo mando porque así lo quiero, la voluntad vale como razón). Porque no se discute de la legalidad de la política intervencionista, sino de su legitimidad, la cual requiere mejores argumentos que los votos de la mayoría.
No ignoro, claro está, que existe un pretendido discurso legitimador de la política lingüística asimilacionista. Habría que estar sordo para no escuchar la serie argumentativa que pretende justificar los objetivos perseguidos por ella. Lo que sucede, dicho crudamente, es que todos esos pretendidos argumentos no son sino una asombrosa montaña de falacias, paralogismos y metáforas inadecuadas, que ofenden a la razón humana con su solo enunciado. Bien conozco que al hacer esta afirmación tan tajante me arriesgo a recibir una pita universal como engreído presuntuoso, pero me comprometo a demostrarla en las líneas que siguen. Juzguen ustedes.
Vayamos en primer lugar con los paralogismos que la lógica denomina «falacias», y que no son sino razonamientos construidos con aparente corrección pero en los que se ha deslizado (deliberadamente o no) un fallo insubsanable. Las falacias se han clasificado desde la antigüedad en familias, de las cuales nos interesa ahora la de las «falacias de composición y de división». La falacia de composición consiste en atribuir al conjunto las características propias de los elementos individuales que lo componen: «todos los hombres tienen una madre, la humanidad tiene una madre», ejemplificaba Bertrand Russell. Esta falacia es básica en la teoría política del nacionalismo, puesto que permite pasar mágicamente del principio de autonomía individual al derecho de autodeterminación de las naciones: «todos los seres humanos tienen derecho a autorregularse, luego las naciones tienen ese derecho».
Pero no nos interesa ahora este paralogismo, sino su inverso, el de «división», que consiste en atribuir las propiedades del conjunto a cada uno de los elementos que lo componen: «esta orquesta es excelsa, luego todos sus miembros son excelentes»: un salto en el vacío tan obvio como el volatín que se realizaría al decir: «la sociedad vasca es de centro-izquierda, todos los vascos son de centro-izquierda». Pues bien, aunque resulte increíble, el principal argumento de la política lingüística gubernamental consiste en una parecida biribilketa lógica: «la sociedad vasca es bilingüe, luego los vascos son (deben ser) bilingües».
En términos lógicos estamos ante un non sequitur: del enunciado no se deduce la conclusión que se pretende, sólo parece que se deduce. Pero esta apariencia se derrumba no bien se reflexiona, o se compara el propuesto con paralogismos semejantes: «la sociedad española es políticamente plural, luego los españoles son individualmente plurales», «el pueblo vasco posee un idioma propio, luego todos los vascos hablan ese idioma propio». Puras falacias.
La falacia organizada sobre el término «bilingüismo» se completa ordinariamente con otro paralogismo, derivado éste de la idea de igualdad. Dice más o menos lo siguiente: «en un país bilingüe las dos lenguas deben estar en igualdad de condiciones», lo que, dado que una de ellas es universalmente dominada (el castellano), obliga a que también lo sea la otra. Si así no fuera, no se cumpliría el principio de igualdad de las lenguas. Es bastante obvio, sin embargo, que el principio de igualdad a quien se aplica es a las personas, no a las lenguas, y su enunciado correcto dice: en un país bilingüe todos los ciudadanos tienen los mismos derechos lingüísticos, es decir, tienen derecho a ser atendidos por la administración en la lengua de su elección sin discriminación entre ellos.
Las lenguas son objetos o instrumentos, no sujetos, y no tienen ningún «derecho a ser iguales». Y, si no lo ven así, piensen por un momento en el siguiente razonamiento: «todos los ciudadanos pueden profesar libremente la religión que deseen; luego todas las religiones existentes en el país tendrán la misma difusión, número de fieles y ayudas estatales». O en éste: «todos los ciudadanos tienen derecho a una vivienda, todas las viviendas son iguales». Una cosa es la igualdad de los sujetos del derecho y otra muy distinta la igualdad de los distintos objetos de ese derecho.
Nuestro discurso oficial cae una y otra vez en la confusión entre ciudadanos y lenguas para poder justificar lo injustificable. Al lado de los paralogismos se sitúan las metáforas deslizantes, es decir, las que inducen a pensar incorrectamente la realidad y llevan a conclusiones erróneas (las «metáforas que nos piensan»); ejemplos señeros son las de la «riqueza» y el «patrimonio»: «el plurilingüismo es un patrimonio y una riqueza que debemos conservar, fomentar y proteger», nos dicen con extraña unanimidad desde arriba. Bien, es más que discutible que la metáfora sea acertada; estoy seguro que muchos estarían más de acuerdo con la idea de que la pluralidad de lenguas y culturas es una maldición para la Humanidad, aunque no se atreverán a decirlo en alto, como hizo el poeta de la Biblia que inventó el relato de Babel. Pero bueno, aun admitiendo la metáfora del «rico patrimonio a conservar», ¿qué se sigue de ella? Pues, si no me equivoco, como mucho se sigue que el Estado debe conservar y cuidar el patrimonio lingüístico en cuestión, pero no veo cómo podría seguirse que los ciudadanos debamos usarlo y practicarlo. Nunca he oído decir que el rico patrimonio artístico religioso español (y mira que es amplio y hermoso) autorice al Estado a exigirnos a los ciudadanos acudir a las iglesias y practicar sus ritos para mantenerlos vivos y operantes. Los ciudadanos no formamos parte del patrimonio, sino que lo poseemos. Lo cuidamos, lo desbaratamos, o lo ignoramos. Es nuestro patrimonio, no nuestro señor.
No acaban aquí las metáforas, porque hay otra serie de ellas igualmente poderosas para justificar la conservación obligatoria de la «riqueza cultural»: son las analogías orgánicas. La biodiversidad en el mundo vegetal y animal es un bien indudable, luego la diversidad cultural humana es también un bien. Lo dice así hasta la Unesco, sin parar mientes que el universo humano no es como el orgánico (en el que habitan especies destructivas, ofensivas y colonizadoras de otras), sino que es un universo habitado por seres morales. Por ello, hay diferencias buenas y las hay malas, pero en cualquier caso ello depende de criterios de valor exógenos a la diversidad misma, tales como la justicia, la igualdad o el amor. La diversidad cultural es en sí misma moralmente neutra.
No es verdad que las lenguas «vivan» o «mueran». Eso sólo les pasa a las personas. El euskera desaparecerá, como el castellano desaparecerá (¿acaso lo dudan?), pero seguirán viviendo personas que hablarán «su» lengua. Su lengua de ellos, claro.
José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 2/4/2007