La ola de unanimidad que afecta a Cataluña está impidiendo a sus políticos preguntarse por qué ocurre algo tan inexplicable. Porque es posible que, más allá de la valoración política de algunas de sus decisiones, haya que reparar en el carácter francamente antipático del discurso con que tienden a justificarlas.
«La caza del catalán está bien vista en el coto español y da réditos a estos bocazas», concluía Pilar Rahola en un artículo reciente (La Vanguardia, 26-1-2010) que iniciaba con esta cita del candidato del PP a la Presidencia de Extremadura, J. A. Monago: «No hay que olvidar que quien nos ha quitado y robado la cartera y buena parte del futuro de los extremeños ha sido el Gobierno catalán». El consejero catalán de Economía, Antoni Castells, lamentaba hace poco «la facilidad con que algunos se dedican al deporte de disparar contra Cataluña» (El Periódico, 24-10-2009). Lo decía a propósito de la distinta reacción suscitada por las compensaciones logradas por el PNV a cambio de su apoyo a los Presupuestos de 2010 y la que suele provocar cualquier contrapartida favorable a Cataluña en similares ocasiones.
Esto último es cierto. Desde hace años, a los catalanes se les reprochan comportamientos que son vistos con benevolencia en los vascos. La indignación de Rahola y el asombro de Castells tienen fundamento. Sin embargo, la ola de unanimidad que afecta a Cataluña está impidiendo a sus políticos preguntarse por qué ocurre algo tan inexplicable. Porque es posible que, más allá de la valoración política de algunas de sus decisiones, haya que reparar en el carácter francamente antipático del discurso con que tienden a justificarlas.
A mediados de enero, el alcalde de Barcelona, Jordi Hereu, comunicó su decisión de optar a organizar los Juegos de Invierno de 2022. Ello suscitó la irritación de las instituciones aragonesas, que llevan muchos años planteando la candidatura de Jaca, últimamente bajo la fórmula Jaca-Zaragoza. Hereu respondió a esa irritación argumentando que él no tiene por qué «pedir permiso a nadie» para «aspirar» a la designación de Barcelona. Es posible que así sea, pero poner a competir a dos ciudades españolas para una misma candidatura, duplicando gastos y esfuerzos, no parece una buena idea; y en todo caso, ¿qué le costaba haberlo hablado previamente con el alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, con vistas por ejemplo a estudiar una candidatura pirenaica conjunta?
Ni Hereu ni quienes le han jaleado la idea podían ignorar que estaban ofendiendo a muchos aragoneses, pero eso no ha sido obstáculo mayor. Toda la argumentación se ha basado en lo bien que le vendría a Barcelona ganar esa apuesta, con independencia de lo mal que le vendría perderla a Jaca-Zaragoza. ¿Era eso el federalismo competitivo? ¿Cómo encaja con el proyecto de eurorregión mediterránea sobre la plantilla de la antigua Corona de Aragón?
Ayer se hizo pública la lista de municipios que aspiran a albergar el almacén de residuos nucleares (ATC). El presidente Montilla, apremiado por sus socios, se opone a su instalación en Ascó. Su argumento es que Cataluña ya paga su cuota de solidaridad con las centrales que hay en su territorio, por lo que deberían ser otras comunidades las que asumieran el coste de soportarlo. Es incoherente porque ese rechazo implica quedarse con la central ya existente pero sin las compensaciones por el ATC, cuyo nivel de riesgo añadido es infinitesimal. Pero la apelación al agravio comparativo (como la de Barreda y Cospedal en Castilla-La Mancha) es además innecesariamente antipática, especialmente por la mención a la cohesión y solidaridad «de las que tanto se habla».
Se suponía que eran los socialistas quienes hablaban de eso; quienes no sólo defendían, al modo nacionalista, los intereses particulares de Cataluña sino la compatibilidad de esos intereses con los generales de España. La idea de que el ATC es necesario pero debe instalarse fuera de Cataluña ha tenido una expresión aún más antipática en el planteamiento del delegado de la Generalitat en Tarragona, Xavier Sabaté, quien explicó a EL PAÍS (17-3-2009) que apoyaba un ATC en esa provincia, pero sólo para «residuos de las centrales catalanas». El dineral que cuesta mantener en Francia los residuos de Vandellós I lo paga la empresa nacional Enresa con un fondo constituido fundamentalmente por el recargo en el recibo de la luz que estuvo vigente en toda España hasta 2005.
Al comentario del ministro Miguel Sebastián de que en todo caso Cataluña consumía más energía de la que producía, Montilla respondió, en referencia a Madrid, que «hay otros que producen aún menos y tienen un consumo también muy elevado». Es esa obsesión por medirse permanentemente con otras comunidades lo que desarma de argumentos a los sectores de la opinión pública española que tradicionalmente se han identificado con Cataluña y los catalanes.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 4/2/2010