Tras la derrota del IRA, la propaganda terrorista no ha cesado de reproducir narrativas con las que consolidar una perversa equiparación de culpas y responsabilidades, provocando una doble humillación de sus víctimas.
Durante años el IRA rechazó la entrega de sus armas aduciendo que lo importante no era decomisar ese arsenal, sino la mentalidad que había justificado su utilización. Los terroristas no tenían interés en entregar armas de una manera que generara confianza entre sus víctimas, de ahí que utilizaran esta cuestión como una baza con la que extraer concesiones para su brazo político -Sinn Fein-. Cuando por fin se produjeron varios y limitados gestos de desarme, su burda escenificación sólo sirvió para difuminar la responsabilidad de un grupo terrorista que logró presentarse simbólicamente como una suerte de ejército firmando un armisticio. Por ello, ese encubrimiento de un grupo terrorista responsable de cientos de asesinatos tampoco contribuyó a desactivar la ideología con la que justificaron sus crímenes. La farsa del desarme permitió a los terroristas un pequeño triunfo en lo que ellos denominan «la batalla por la legitimidad de su lucha». Tras la derrota policial y militar del grupo terrorista responsable del mayor número de asesinatos en Europa, importantes dirigentes británicos e irlandeses se conformaron con una especie de ‘paz espectáculo’ renunciando a construir un relato deslegitimador del terrorismo imprescindible para la verdadera resolución del conflicto.
Esa ‘paz espectáculo’ ha eludido la destrucción de los mitos con los que se ha justificado la violación de los más básicos derechos humanos. La permanente reinvención del pasado en la que descansaba la legitimación de la injusta violencia perpetrada años atrás sigue alentando hoy el terrorismo de grupos escindidos del IRA. Además la negativa a deslegitimar de manera categórica esa campaña terrorista está contribuyendo a distorsionar una Historia en la que, en contra de lo que pretenden los perpetradores de la violencia, no todos los ciudadanos fueron culpables del terrorismo. La propaganda terrorista no ha cesado de reproducir narrativas con las que consolidar una perversa equiparación de culpas y responsabilidades, provocando una doble humillación de sus víctimas. Ese genérico e indolente ‘no hay culpables’ que el propio presidente del PSE ha esgrimido en una entrevista televisiva, replicando la lógica de los únicos responsables de la sistemática violación de derechos humanos en Euskadi, esto es, ETA y Batasuna, es también un recurso recurrente de la propaganda que en Irlanda del Norte intenta convertirse en Historia.
Paradójicamente la cobardía de políticos interesados en diluir la verdad del terrorismo norirlandés mediante una injusta transferencia de culpas se ha topado con la resistencia de algunas obras de ficción. Una de ellas es la película ‘Cinco minutos de gloria’, en la que se relata el encuentro entre una víctima y su verdugo ante las cámaras. Con el falso pretexto de la reconciliación se han promovido diálogos televisados entre víctimas y terroristas cuyo resultado ha sido de una considerable obscenidad, como esa película ilustra evocando otros encuentros difundidos por la televisión pública. Dichas iniciativas facilitaban la coacción de víctimas cuya negativa a acceder a ese supuesto gesto de reconciliación las convertía en responsables de obstruir tan idílico objetivo. La idealización de esos diálogos favorecía la deplorable equiparación de muy dispares sufrimientos: el real de la víctima, y el hipotético del victimario que también se presenta como víctima de un conflicto y como una persona con la valentía de hacer frente a su víctima. Las cámaras y la publicidad que con ellas se perseguía construyeron en torno al dolor un circo mediático transformado en un decepcionante sustituto de las necesidades de justicia de las víctimas. En dichos encuentros el victimario rehúsa asumir su responsabilidad por el daño infligido y por la ilegitimidad de sus actos, aprovechando la oportunidad que el privilegiado escenario le brinda para reproducir una falsa moralidad subjetiva con la que justificar sus crímenes.
La película citada muestra la desgarradora experiencia de una víctima cuyos sentimientos han sido convertidos en mercancía en aras de un fin que se disfraza como loable. Los responsables de ese experimento lo justifican como un medio para lograr la verdad y la reconciliación, solemnes pero inalcanzables objetivos si se trafica con las emociones de seres humanos que precisan una justicia esencial tanto para el duelo individual como para el colectivo de una sociedad democrática. Bajo ese impúdico sensacionalismo subyace una hipócrita manipulación de la realidad, pues la imprescindible distinción entre víctima y verdugo se difumina hasta hilvanar un relato legitimador del injusto sufrimiento infligido sobre la primera, ya que, se aduce, al fin y al cabo todos han sufrido y todos son culpables.
Otra de las cargas que se impone sobre la víctima es el perdón, término talismán para quienes ansían una indulgencia que banalice el mal. Al solicitarse un perdón vacío de contenido se presiona a la víctima, eximiendo de responsabilidad al criminal a cambio de una mera fórmula verbal. Ese perdón artificial reemplaza la imprescindible aplicación de la justicia penal mediante una nueva victimización que desnivela las categorías de víctima y victimario, pues éste se niega a deslegitimar el injusto sufrimiento causado a aquélla. Los asesinos reproducen una propaganda en la que el asesinato es presentado como necesario, expresando únicamente las razones subjetivas que en su opinión lo justificaban. De esa forma el simple reconocimiento formal del daño difícilmente aliviará a la víctima, pues su sufrimiento aparece como necesario y, por tanto, la injusticia cometida no fue tal.
La ficción y la realidad sobre el terrorismo norirlandés son relevantes en nuestro contexto, pues también aquí hay quien intenta eludir la necesaria deslegitimación de ETA y de su historia de terror con el fin de conseguir una impunidad histórica y moral que suponga que ha dado lo mismo matar que ser asesinado.
(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
Rogelio Alonso, EL DIARIO VASCO, 11/12/2010