El terrorismo etarra exige una labor educativa: jerarquizar los valores, una visión crítica y no mítica de la historia, criticar el victimismo y los supuestos ideológicos de nacionalismo radical. Algunos no hemos dudado nunca de la oposición al terrorismo del nacionalismo mayoritario, pero nos parecía que no está por la labor de enfrentarse con sus raíces ideológicas.
El 11-M marca un hito histórico y la sociedad española tiene ahora que saber afrontar sus consecuencias adecuadamente. Lo primero que sentimos aquel día fue una conmoción intensa y emocionada ante la atrocidad sin sentido, ante el dolor desgarrador, pero también ante el torrente de solidaridad que se volcó de mil formas con las víctimas. En las situaciones críticas sale a la luz lo más hondo del ser humano, lo que a todos nos une y, en esos momentos, no nos interesan ideologías ni nacionalidades: es un ser humano, nos sentimos su hermano. Detrás de cada muerto y herido hemos ido descubriendo una red de afectos, de relaciones y proyectos, insustituibles y muchos rotos para siempre. Parece como que se nos abren los ojos y descubrimos lo más elemental, pero también lo más importante: el valor irreductible de cada persona humana. Esta catástrofe debe servirnos para ganar en humanidad; que permanezcan y se consoliden las reacciones de ayuda y solidaridad; que las discrepancias políticas no sean tan mezquinas y las ideológicas no prevalezcan sobre el valor de cada persona, siempre concreta. Tenemos que tejer una red de cercanía, memoria y ayuda permanente en torno a las víctimas. Sólo el apoyo y la cercanía humana hacen posible sobrevivir cuando todo parece que se hunde. Que la reacción no sea de patrioterismo histérico, ni de un afán absolutizador de la seguridad que avasalle la libertad; que no se produzca la criminalización del musulmán ni del árabe. Peligros muy reales que acechan a las sociedades occidentales y que la norteamericana no ha sabido siempre evitar.
Surgían también preguntas inapelables, aunque parecían atropellos al respeto debido a las víctimas: ¿Quién ha sido? Muchas veces la pregunta real era otra: ¿Quién desearíamos que haya sido? Se iban dando informaciones oficiales dosificadas y, sobre todo, orientadas para que la opinión pública mirase en determinada dirección por intereses partidistas. Buena parte de la ciudadanía se percató de la operación y reaccionó con indignación. En un primer momento prácticamente todos, incluido el lehendakari Ibarretxe, pensamos que era obra de ETA. Y esto es bien significativo de la convicción generalizada sobre la degeneración moral de la banda, sobre su fanatismo y sobre su mermada capacidad operativa (atentar indiscriminadamente es más fácil que hacerlo contra objetivos selectos y protegidos). Otegi aseguró con rotundidad que esta atribución era falsa, lo que avala la convicción de que el grupo que encabeza está orgánicamente muy bien relacionado con ETA. Pero Otegi no sólo se desmarcó, sino que condenó el atentado, lo que me parece de enorme trascendencia. Sin anteojeras y sin disciplina política respecto a los criminales, percibe la inhumanidad desnuda de la masacre terrorista. Y esto no tiene marcha atrás. ¿Será capaz de no condenar futuros atentados etarras? Porque es imposible considerar que detrás de la violencia de ETA laten más razones que las que alegan los terroristas islámicos.
Pero la acción terrorista no tiene nada que ver con la política. Esto plantea la gran cuestión: ¿Todos los terrorismos son iguales? Cuestión compleja y decisiva cuando la sociedad española y europea caen en la cuenta, con sobresalto y dolor, de que somos objetivo directo del terrorismo organizado por el fundamentalismo islámico. En mi opinión, es una simplificación meter todos los terrorismos en el mismo saco, porque impide la aplicación de terapias que tienen que ser parcialmente diferentes; pero es verdad que todos los terrorismos comparten un amplio denominador común, lo que explica la compleja red de colaboraciones que se dan, con frecuencia, entre formas que aparentemente legitiman de maneras muy distintas sus barbaridades. El terrorismo implica siempre una ideología fanática que reacciona ante supuestos problemas políticos -más o menos reales o graves- absolutizando una causa en cuyo nombre amenaza y atenta contra personas desprevenidas, indefensas y que nada o muy poco tienen que ver con el supuesto conflicto, con el fin de amedrentar y doblegar a toda la sociedad. El terrorismo en todos los casos considera a las personas medios para conseguir sus fines. Antes de matar fríamente a una persona inocente y desprevenida hay que dar una serie de pasos: convertirla en chivo expiatorio de todos los males, eliminarla simbólicamente y estigmatizarla lingüísticamente (son españoles, txakurras, moros, judíos, cruzados…).
Otra característica común a todos los terrorismos es el carácter totalitario, excluyente y liberticida de su ideología. Puede ser la nación vasca, existente desde tiempo inmemorial y portadora de unos derechos históricos, que están por encima de todo orden jurídico y democrático; o puede ser la quimera teocrática basada en una particular interpretación del Islam, que justifica el aniquilamiento de los infieles. Tan erróneo sería buscar causas políticas para el terrorismo de ETA como hacer responsable a la política de Aznar respecto a Irak (con la que yo me he manifestado radicalmente disconforme por razones morales, políticas y de ceguera histórica) del atentado islamista del 11-M. La ruptura de los diques de la racionalidad y de los sentimientos humanos más elementales, base del terrorismo, exige siempre una fuerza ideológica endógena que alimente el fanatismo necesario para tan destructiva tarea.
Las democracias deben combatir el terrorismo -precisamente por lo que tienen en común- con medidas policiales, judiciales y legislativas. Pero no basta: el terrorismo exige normalmente ser abordado desde diversas perspectivas. Y los tratamientos deben ser diferenciados, porque los terrorismos también son distintos, porque sus bases ideológicas, sus complicidades sociales y las sociedades sobre las que actúan no son iguales. Sabido es que los ejemplos son traidores, pero arriesgo uno por si sirve para aclarar la cuestión. Pienso que el terrorismo etarra exige una peculiar labor educativa: enseñar a jerarquizar los valores, proporcionar una visión crítica y no mítica de la historia, criticar el victimismo y los supuestos ideológicos de nacionalismo radical. Algunos no hemos dudado nunca de la oposición al terrorismo del nacionalismo mayoritario, pero nos parecía que no está por la labor de enfrentarse con sus raíces ideológicas.
El terrorismo islamista nos pone ante un peligro infinitamente mayor. Al fin y al cabo, ETA es en Europa un anacronismo residual y premoderno, aunque, quizá por eso, especialmente indignante y doloroso. Pero ahora tenemos delante un terrorismo con una estructura internacional y bien financiada, y que cuenta con una ideología capaz de inflamar multitudes; y, sobre todo, que explota un contencioso histórico de muy hondas raíces, el que se expresa plásticamente en la cruz y la media luna, y que la política occidental, sobre todo norteamericana, lleva muchos años alimentando con una ceguera pasmosa de las complejidades culturales de los problemas políticos del Próximo y Medio Oriente.
El terrorismo islámico tiene causas endógenas de difícil tratamiento: una determinada ideología islámica, que está muy lejos de confrontarse con la razón crítica y de asumir el principio social de la tolerancia y que, para colmo, cuenta con una red asistencial muy eficaz y hasta con regímenes corruptos que la apoyan. La nefasta política norteamericana, a la que tan absurdamente se apuntó el último Gobierno español, no es en absoluto la causa del terrorismo islámico, pero echa todos los días leña al fuego en el que éste busca cobijo y complicidad.
Y para afrontar el terrorismo -el nuestro y el que nos viene de afuera- lo primero es privarlo de soporte social, dejarlo desnudo, para combatirlo sin complejos, pero, eso sí, salvaguardando la libertad, que es precisamente lo que todo terrorismo quiere eliminar.
Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 19/3/2004