Los tribunales condenan penalmente a los terroristas por sus crímenes, pero a todos nos toca arriesgarnos a juzgar también su doctrina y objetivos. Dejar esto de lado haría mucho más sencillo el ‘proceso de paz’ y, asimismo, la ‘educación para la paz’. Pero al precio de desnaturalizar al terrorismo vasco y cerrar los ojos a la responsabilidad colectiva que por él nos toca.
Cuando se trata de deslegitimar el terrorismo, ya sabemos que los partidos nacionalistas no van a colaborar lo que se dice con entusiasmo. La ambigüedad y la tibieza serán su ánimo obligado. El Grupo Socialista en el Parlamento vasco tiene, pues, toda la razón cuando recientemente denunció las insuficiencias del texto del ‘Plan de Educación para la paz’. Pero este mismo grupo se equivoca lastimosamente cuando declara que «no puede asumir que a la violencia terrorista se la denomine ‘violencia de motivación política’» y que «nos negamos rotundamente a que la violencia terrorista pueda ser considerada de carácter político. Los socialistas no nos vamos a prestar a dar legitimidad política al terrorismo de ETA. El terrorismo es terrorismo y punto». Poco hemos avanzado en el conocimiento de nuestra tragedia si todo lo que se nos ocurre ahora se resume en tanta confusión y en esa tonta tautología…
Si con ello quiere indicarse que el terrorismo -cualquiera que sea la causa política que invoque- siempre es inhumano e injustificable, estamos de acuerdo. Pero, ¿acaso su violencia podría definirse sin nombrar su carácter y motivación políticos? Terrorismo es toda violencia pública que, desde ciertas premisas ideológicas y gracias al miedo que infunde entre la población, pretende obtener del gobierno algún logro político. Reconocer en nuestro terrorismo estos elementos objetivos ni le otorga legitimidad alguna ni disminuye un ápice la intensidad de su condena. Al contrario, le puede privar más todavía de esa legitimidad y, sobre todo, nos permite comprenderlo mucho mejor y medir nuestra responsabilidad ante él.
Sucede algo parecido con quien todavía se indigna cuando oye calificar a nuestra banda terrorista de grupo político o a los etarras en la cárcel, de presos políticos. Pues claro que lo son y a la vista está. ‘Pero es que se trata sólo de criminales…’. Digamos mejor criminales políticos, porque esa criminalidad no altera su naturaleza primordialmente política. Al contrario, lo principal para ellos son las metas y sus justificaciones; lo secundario (aunque sea su rasgo distintivo y más infame) son sus instrumentos, o sea, los atentados mortales. Son criminales por razones políticas y eso, la causa pública por la que siguen matando, vuelve sus crímenes aún más horrendos y a ellos mismos mucho más despreciables. ¿Por qué? Porque esa causa pública es ilegítima, democráticamente rechazable, aunque se defendiera por vías pacíficas. El adjetivo ‘políticos’ que cuadra a estos asesinos y a sus asesinatos no debe entenderse, así pues, como una disculpa (que sin duda es lo que buscan sus compañeros nacionalistas), sino como una agravante.
Para empezar, ese carácter político marca la diferencia específica de sus delitos frente a los crímenes comunes. ¿Es que aún no percibimos las insalvables diferencias entre el crimen del amante despechado y el crimen del terrorista de ETA? Mientras aquél se comete en nombre y beneficio exclusivo del criminal, el último se lleva a cabo en nuestro propio nombre como vascos y con miras a un objetivo público: coaccionar al Gobierno para obtener la secesión política. Por eso el ideal de los delitos privados es el secreto, en tanto que lo propio de los públicos es exigir máxima publicidad. A quien mata para apoderarse de lo ajeno no se le ocurre invocar las razones públicas que, en cambio, el terrorista esgrime en su justificación. El crimen ordinario tampoco reclama la ayuda de los vecinos ni suele suscitar otra cosa que la repulsa general, pero nuestros criminales han contado durante casi cuarenta años con la simpatía y colaboración de una parte nutrida de la sociedad vasca (y de cierto ‘progresismo’ español y europeo). Complicidad activa de bastantes, complicidad pasiva y silenciosa de muchos más. ¿De verdad que no interesa su carácter político?
De modo que, por contraste con el asesinato privado, el público o terrorista no afecta sólo en nuestra sociedad a quienes lo padecen en su carne (las víctimas primarias y su círculo familiar), sino a todos. Los que no estemos de parte del asesino ya somos sus víctimas indirectas, aunque sólo fuera porque sufrimos sus efectos políticos. De esta clase de crímenes, pues, no tenemos derecho a zafarnos. Se han cometido con vistas a implantar una nueva unidad política que nos cuenta ya entre sus miembros futuros. Insistir en que el terrorismo tiene una inspiración política obliga al ciudadano a pronunciarse sobre esa inspiración. Es decir, no sólo a repudiarlo, sino a juzgar también la justicia de la causa política a la que sirven, el mayor o menor fundamento de la legitimidad que aducen. Claro que preguntarse por el grado de equidad de los fines, además de la condena inmediata de sus medios terroristas, tiene derivaciones molestas. Tan molestas, que preferimos ahorrarnos las preguntas para no incurrir en las iras del nacionalismo ‘moderado’.
Pues si ya el propio propósito subyacente al terrorismo pareciera inicuo a los ojos de la razón pública, dado que entrañaría la ruptura en dos de una sociedad y el sometimiento de una parte a la otra; o si carece de fundamento democrático defendible, por asentarse en premisas etnicistas y contrarias a la común ciudadanía…, la gravedad del crimen terrorista sería aún mayor si cabe. A la maldad de los medios habría que añadir entonces la perversión de las premisas que los fundan y de las metas a cuyo logro se orientan. Los tribunales condenan penalmente a estos criminales por sus crímenes, pero a todos nos toca arriesgarnos a juzgar y condenar también la doctrina y objetivos que les inspiran esos crímenes.
Dejar de lado ese carácter haría sin duda mucho más sencillo el llamado ‘proceso de paz’ y, asimismo, la ‘educación para la paz’. Eso sí, al precio de desnaturalizar al terrorismo vasco, desconocer la profunda inmoralidad de sus pretensiones y cerrar los ojos a la responsabilidad colectiva que por él nos toca. Como se instale la creencia de que lo malvado estriba nada más que en derramar sangre, sólo unos pocos serían culpables: los criminales y, a lo sumo, sus cómplices inmediatos; todos los demás, unos santos inocentes. Puras ganas de engañar y engañarse que el PSE no debería consentir. Si es que quiere, como dice, que la deslegitimación del terrorismo sea «ética, social y política» a un tiempo.
Aurelio Artea, EL DIARIO VASCO, 8/1/2008