J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 16/9/12
César Molinas propone modificar el sistema electoral e introducir un sistema mayoritario de tipo anglosajón con listas abiertas. Arbitrista, simple y errónea solución
Es brillante y atractiva la definición que hace César Molinas de la clase política española como una «élite extractiva» que está dedicada a su interés particular de capturar rentas al margen del interés general de la sociedad a la que dice servir acendradamente. Comparto en principio el diagnóstico de Molinas del comportamiento de los políticos pero encuentro muy incompleto su análisis y, consecuentemente, sumamente implausible el remedio que propone para la corrección de los defectos que expone.
Es cierto, cómo no va a serlo, que los políticos profesionales se han adueñado del sistema político español a partir de la Transición y que en su comportamiento atienden ante todo y sobre todo a su propio interés. Que es, como no podía ser de otra forma, el de garantizar su propia existencia y la maximización de su poder, para lo cual ha montado un sistema de captura de rentas. Es decir, un sistema que les permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio, y que funciona gracias a una institucionalización democrática no inclusiva y desviada de sus fines, en la que el poder económico, jurídico y político se distribuye desigualmente pero siempre sometido al peaje político. Es decir, que la clase política española no captura sus rentas directamente mediante los negocios o la corrupción (esos son casos mínimos) sino mediante el control de las puertas de acceso al mundo económico y social, ocupando todos los fielatos institucionales que posee el sistema.
También es cierto que esa clase política (aunque no sólo ella) es la que ha provocado las sucesivas burbujas cuyos efectos hoy padecemos: la inmobiliaria, la energética, la de las infraestructuras innecesarias, o la de la frondosidad autonómica, todas generadas porque le eran convenientes para crear nichos de poder y aprovechamiento de las rentas de situación.
Ahora bien, lo que me parece que falla en este análisis es el sesgo metodológico individualista que adopta. En concreto, el de tratar a los políticos como un agregado de individuos concretos, aunque los defina como una clase o élite. El concepto de clase es probablemente uno de los más socorridos pero también más borrosos de la sociología, y pretender definir a los actores políticos recurriendo a este concepto termina por no explicar casi nada. No nos aclara cómo se constituiría esa clase, cómo se ingresa en ella o se reclutan sus componentes, cómo aglomera intereses, cómo opera para capturar réditos, de qué medios se vale, etc. Y es que, en realidad, todo este fenómeno es inexplicable si no introducimos en la escena a los partidos políticos como maquinarias de agregación de intereses individuales que poseen vida y dinámica propias y que son las instituciones sociales que soportan a los políticos individuales. Son los partidos políticos y no unos políticos individuales los actores esenciales del fenómeno de apropiación institucional y social de poder (rentas) y son sus propias dinámicas particulares las que explican el resultado. Intentar describir la operativa del sistema sin ellos es imposible.
Por eso me parece ingenua cualquier solución del problema de la ‘clase política’ que se limite a proponer una modificación de las reglas externas de selección de los cargos que ocupa esa clase. César Molinas propone, en efecto, modificar el sistema electoral e introducir un sistema mayoritario de tipo anglosajón con listas abiertas, de manera que los políticos –se supone– pasarían a estar controlados por sus propios electores, con lo que al final se generaría una clase política distinta. Arbitrista, simple y errónea solución, que parece creer que con modificar la regla de elección se cambia el mecanismo subyacente a la propia selección. No se tiene en cuenta que los políticos que se eligen son necesariamente los seleccionados previamente por los partidos, y que los políticos que actúan lo hacen dentro de la disciplina de éstos. Las instituciones están colonizadas por los políticos, sí, pero éstos no actúan autónomamente como individuos sino colonizados a su vez por los partidos. Cambiar las reglas de elección poco cambia si no se modifica esa relación previa y subyacente.
La tentación de creer que los problemas políticos pueden resolverse simplemente tocando las reglas electorales es poderosa, pero la experiencia comparada demuestra que el sistema electoral no es una variable independiente del sistema político nacional de que se trate.
En ocasiones conviene volver a los clásicos y a las lecciones que nos dejaron. Pienso en Montesquieu y su ley de la dinámica política: «Sólo el poder contiene al poder». Y en su aplicación a nuestra situación, la de un sistema colonizado por los partidos políticos debido a la propia debilidad de la sociedad que lo soporta. Podemos pensar que sería posible modificar el comportamiento de los partidos modificando sus reglas internas o externas, pero me temo que eso es tanto como soñar en un poder que se autolimita espontáneamente, algo más bien improbable. Por eso, lo preciso para controlarlos es encontrar un poder nuevo, hallar la forma de institucionalizar un contrapoder al de los partidos. Más allá de la bobalicona e inane retórica que evoca a la ciudadanía en bloque como contrapoder posible (el ‘poder del pueblo’ ), una retórica que es muy del gusto de –precisamente– esos mismos partidos, el reto de nuestro tiempo es el de inventar instituciones democráticas concretas y operativas que puedan contrapesar a los partidos y que estén diseñadas de manera que no puedan ser capturadas por éstos (ahí es nada). Porque la metástasis invasiva que han llevado a cabo los partidos no es un problema moral individual de los políticos, ni un defecto de una particular casta de personas, sino una consecuencia sistémica inevitable de la posición hegemónica de únicos actores políticos que han conseguido tener esos partidos.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 16/9/12