Javier Zarzalejos, EL CORREO, 1/7/12
La sentencia de Sortu no es un ejercicio de aplicación de la ley de partidos. Lo que el Constitucional ha hecho es forzar una atormentada negociación de la ley consigo misma
Una de la cosas más llamativas en torno a la sentencia del Tribunal Constitucional que ha legalizado a Sortu es comprobar que, en su inmensa mayoría, los juristas que han declarado compartirla sólo han dado argumentos políticos, conjeturas más bien, para apoyarla. Lo más extendido entre estos hombres y mujeres de leyes es exaltar la ayuda que la sentencia prestará a la paz. «Constitucionalismo útil» o uso alternativo del derecho para hacer realidad la narrativa progresista de un final idealizado del terrorismo.
Parece como si sus partidarios hubieran extendido un cierto velo de pudor jurídico sobre una sentencia de la que lo más elogiado –la descripción de supuestos de ilegalización sobrevenida– es lo menos pertinente en un pronunciamiento de esta naturaleza. El Tribunal Constitucional no sólo se excede en el ejercicio de su jurisdicción frente al Tribunal Supremo revisando la abundante prueba practicada y valorada por éste sino que podría sostenerse que entra en el terreno del legislador, al que sustituye definiendo supuestos de ilegalización.
La sentencia de Sortu no es tanto un ejercicio de aplicación de la ley de partidos sino algo distinto. Lo que el Tribunal ha hecho es forzar una atormentada negociación de la ley consigo misma. Una negociación en la que se intercambia la virtual inaplicación de la ley al presente a cambio de una perspectiva de aplicación futura. Como San Agustín antes de emprender el camino de la santidad, el Constitucional reclama la virtud en la izquierda abertzale –así con mayúscula– pero no ahora. Por eso les basta a los seis magistrados de la mayoría con el rechazo genérico a la violencia, «incluida la de la organización ETA» que la sentencia reescribe como condena contundente del terrorismo.
Lo inquietante es que la divergencia en el seno del Tribunal no se produce en este punto por una razonable diferencia de interpretación sino por la constatación de un hecho sobre el que no debería discutirse. Como dice el voto particular del magistrado Manuel Aragón, esa condena que la sentencia cree hallar en los estatutos de Sortu «no aparece por ninguna parte». Y el hecho –hay que insistir, el hecho– es ese. En la interpretación más benévola, podría apreciarse un rechazo nominal a la violencia terrorista desde el momento en que los promotores de Sortu deciden constituir el nuevo partido, pero ni es un rechazo singular – ya que siempre se señalan otras violencias que rechazar ni, desde luego, se repudia la trayectoria criminal de la banda. Peor aun, en vez de repudiarla, la violencia terrorista queda integrada en el siniestro acervo de Sortu como expresión de esa subcultura en la que matar es una opción que sólo depende de que ofrezca una relación coste-beneficio suficientemente favorable. Ese no es el caso ahora, pero que el negocio ande flojo no significa que haya que liquidarlo. Lo sabemos porque, a pesar de que tanto insistamos en que ETA se disuelva, la banda no parece por la labor aunque este sea un detalle que resulta irrelevante para el Tribunal.
Advierte la sentencia que Sortu o similar incurrirán en causa de ilegalización sobrevenida si equiparan la violencia terrorista con la coacción legítima del Estado, o si ponen en el mismo plano el sufrimiento de las víctimas y el que puedan experimentar los que están presos por sus crímenes; si legitiman el terrorismo como un medio necesario para obtener objetivos políticos o ensalzan a los terroristas como víctimas o héroes.
Lo cierto es que por querer redondear la sentencia, el Tribunal se aleja un poco más de la realidad. Y como, por ejemplo, el Gobierno vasco ha convertido la realidad en criterio normativo, conviene contar la realidad completa y traer a colación todo aquello que la integra como moneda corriente. Porque también es real que en todas estas conductas se incurre un día sí y otro también aunque sea la izquierda abertzale –esa nueva pantalla que nos retrotrae a la impunidad– la que lo haga, mientras, en el mejor de los casos, los ingenieros del fraude que Sortu representa permanezcan callados. ¿Vale el silencio o podemos exigir que el partido legalizado sitúe expresamente la coacción legítima del Estado de derecho por encima de la violencia terrorista? ¿Podemos exigir que Sortu afirme que el sufrimiento de las víctimas es incomparable y superior al de los terroristas presos y que, por tanto, eso de reconocer «todas las víctimas sin excepción» no es de recibo? ¿Podremos exigir que Sortu declare que el terrorismo no tiene legitimación alguna, nunca la tuvo y que esos agradecimientos a ETA son las muestras de complicidad que les acusan? ¿Podemos exigir a Sortu, con base en la sentencia, que niegue a los etarras la condición de héroes y víctimas de una represión ilegítima? Porque si es así y tomamos en serio lo que dice la sentencia –y , a mi juicio, hay que tomárselo muy en serio– entonces ya estamos tardando en colocar a Sortu ante las exigencias mínimas de un régimen democrático. Podrá resultar paradójico pero la sentencia no es ningún punto final. Por el contrario debe ser el punto de partida para que el Estado de derecho vuelva a calibrar los instrumentos legales de su defensa. El imperativo sigue siendo el mismo. Se trata de que la ingeniería jurídica, exitosa pero fraudulenta, con la que Sortu ha entrado en las instituciones no prevalezca sobre las exigencias de una sociedad democrática tantos años víctima de la sumisión cómplice al terror de los que ahora han sido devueltos a la legalidad.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 1/7/12