Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 28/6/12
Hay un dato en una encuesta reciente publicada por un medio vasco que me ha llamado la atención. Los resultados generales de la encuesta no difieren de lo que ya es más o menos sabido, y apenas me hubiera detenido en ellos si el análisis de las respuestas a una de las preguntas no resultara tan novedoso en sí mismo y en lo que nos revela. Se les pregunta a los encuestados si son partidarios de que los presos de ETA reciban beneficios penitenciarios y lo novedoso de la entrega está en que junto a los resultados generales se nos ofrece un análisis de las respuestas por franjas de edad. Y los datos del análisis son sorprendentes, tanto como para llevarme a pensar que, más allá del ruido incontenible que nos remite a una sociedad estancada, algo se ha movido ya entre nosotros. Sé que conviene ser cautos con este tipo de encuestas, pero la inversión que se da en los resultados entre viejos y jóvenes invita a pensar que nos hallamos ante una ruptura generacional de contenido insospechado. El resultado general de la respuesta a la pregunta es el de que un 34% de los encuestados se opone a la concesión de esos beneficios. Pues bien; en el análisis por franjas de edad ese porcentaje se eleva al 47% entre los jóvenes de 18 a 25 años, y a un 43% entre los de 26 a 34 años. A partir de esas edades los porcentajes caen y entre los mayores de 65 años es de un 28%.
Tal vez esas cifras nos hablen de un salto significativo en la forma de abordar la realidad desde la experiencia, que resulta ya sustancialmente diferente entre las generaciones que protagonizaron la Transición y las posteriores. Si ETA fue para las primeras un fenómeno en carne viva a la que prestaron su adhesión o su aturdimiento, para las segundas es posible que sea ya un fenómeno extraño. Ha bastado con que ETA dijera que lo dejaba para que entre las jóvenes generaciones, que las teníamos por las más adictas, se haya convertido en una nebulosa. Pero hay algo más en ese dato que quizá sea elocuente, algo que nos remite a la concepción de la justicia que puedan compartir esas jóvenes generaciones.
Era frecuente entre nosotros el uso de un doble rasero para valorar la delincuencia política y la delincuencia común, diferencia que aún se puede apreciar en la encuesta que comentamos. Si se hubiera preguntado en ella por los beneficios a otorgar a los convictos por algunos de los asesinatos cometidos recientemente en nuestra comunidad, es casi seguro que las respuestas negativas hubieran superado con creces ese 47% de los jóvenes de la muestra. Es también posible que estos jóvenes estén aplicando ya ese criterio que no hace distingos a los etarras condenados por sus asesinatos. De ser así, sería una muestra definitiva de ese cambio generacional en el ámbito de la experiencia al que apuntamos, cambio que conllevaría una distinta valoración moral del asesinato, al margen ya de la intencionalidad que se le atribuya. Se mueve, es evidente.
Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 28/6/12