Joseba Arregi, EL CORREO 18/12/12
Ni la defensa de la unidad de un Estado nacional, ni la de los nacionalismos independentistas como proyectos legítimos se pueden fundamentar en el significado del cristianismo derivado de la muerte de Jesús en la cruz.
Dos notas personales antes de continuar: me resulta difícil definirme sin más como cristiano, me encuentro más bien en la situación de aquel que dijo «Señor, ayuda mi incredulidad». Segundo: llama mucho la atención que últimamente de boca de sacerdotes y teólogos se escuche el nombre Jesús, pero muy pocas veces con el añadido Cristo. Me parece que esa omisión es significativa.
La crítica a las víctimas por parte del señor Delclaux, a la que me refería en el artículo anterior (11-XII-12), se hace recordando que Jesús, con su predicar y su obrar, supera radicalmente la sentencia ‘ojo por ojo, diente por diente’ del Antiguo Testamento, dando así continuidad a una tradición iniciada en el mismo Antiguo Testamento: no sería correcto reducir el mensaje de éste a esa sentencia, sino una tremenda distorsión.
La pregunta es, y sin olvidar que estamos hablando de víctimas y del significado político de las víctimas originarias, las asesinadas y las sobrevivientes, si el mensaje de Jesucristo se agota en esa superación. La formulación positiva de la superación del principio de venganza es la exigencia de dar la vida por el prójimo, como lo hace el samaritano con el comerciante que ha sido asaltado por bandoleros en el camino, darla incluso por el enemigo. Mejor aún: como la hace el mismo Jesús cuando muere la muerte de cruz. Una muerte por condena que no sólo implica la muerte física, sino el fracaso del proyecto de Jesús, el fracaso de su identidad.
En razón de ese fracaso puede afirmar Habermas que en Jesucristo aparece por primera vez en la historia la posibilidad de una identidad individual y, por ello, universal, la superación de las identidades grupales. También lo dice el filósofo judío Jacob Taubes –‘Die politische Theologie des Paulus/La teología política de Pablo’–: lo que implica el cristianismo es la crítica radical de los dos modos de constitución de comunidad conocidas en su tiempo, la comunidad étnico-nacional del judaísmo, y la comunidad imperial de ciudadanos de Roma. Frente a estos dos tipos de comunidades el cristianismo trae la idea de la comunidad de hermanos que rompe las fronteras grupales de la identidad judía y las limitaciones de la comunidad ciudadana del imperio romano.
Esta nueva forma de constituir comunidad es al mismo tiempo exigencia de práctica para los cristianos, promesa y utopía, y como tal crítica de todas las formas políticas conocidas. A su sombra no puede legitimarse ninguna ideología política, y tampoco los nacionalismos del signo que sean –todos ellos son miméticos–. La democracia como Estado de derecho, por su espíritu y exigencia de aconfesionalidad, como cultura constitucional y como gestión del pluralismo pudiera ser la forma más aceptable en la medida en que reniega de su propia fundamentación absoluta y se ubica en el plano de las verdades penúltimas, nunca en el de las verdades últimas.
En este sentido el meollo del cristianismo debiera ser visto no en la mera superación de ‘ojo por ojo y diente por diente’, sino en la exigencia de universalismo en nombre de la comunidad de hermanos como exigencia, como promesa y como utopía. Ni la defensa de la unidad de un Estado nacional determinado (Conferencia Episcopal española), ni afirmar que todos los proyectos políticos son legítimos, incluidos los nacionalismos independentistas (obispos catalanes) se pueden fundamentar en el significado del cristianismo derivado de la muerte de Jesús en la cruz: todos se encuentran sometidos a la crítica de la posible, exigida y prometida utopía de la comunidad universal de hermanos.
Claro que como predica el apóstol Pablo, el fundamento de esta exigencia y de esta promesa de comunidad de hermanos radica en el Evangelio, que dice que Jesús es el Cristo, radica en Jesucristo. Como reza el gradual de la misa de Jueves Santo «porque se sometió obediente a la muerte y a la muerte de cruz, Dios lo elevó, lo exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre. /Cristus factus est pro nobis oboediens usque ad morten, morten autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum et dedit illi nomen quod est super omne nomen/». Y si no se asume este paso de Jesús a Cristo, paso que incluye ineludiblemente su muerte en cruz, «vana es nuestra fe», dice el apóstol.
También dice el apóstol que esta buena nueva es blasfemia para los judíos y escándalo para los griegos: blasfemia porque pone en cuestión el monoteísmo radical de los judíos y el valor de la Ley como fuente de salvación. Escándalo para los griegos, porque no es razonable que Dios muera, que alguien sometido a la historia, a la contingencia y a la muerte pueda ser portador del nombre que está por encima de todo nombre, que haya sido elevado a la derecha del Padre, que haya sido rescatado de la muerte. Un auténtico escándalo para la razón humana.
En esta perspectiva del significado de la muerte de Jesús en cruz es difícil fundamentar programas políticos concretos, formas de organización política concretas, proyectos de política social concretos o exigencias de ética política concretas como los derechos de los pueblos o el valor de determinadas uniones. Lo que se deriva del hecho fundador del cristianismo, el paso de Jesús por la muerte para llegar a ser el Cristo, es la exigencia dirigida a cada uno que se pone en camino para seguirle de vaciarse, material y espiritualmente, renunciando a bienes materiales e identitarios, para hacer sitio al otro, al prójimo, al indigente material o identitario, morir a uno mismo para hacer posible la vida, en todos lo sentidos del otro.
La historia no es teología, el conocimiento histórico no funda la fe. La Iglesia es comunidad de cristianos y no una academia científica. Y tampoco puede ser ni un partido conservador ni un movimiento progresista.
Joseba Arregi, EL CORREO 18/12/12