La resolución de Batasuna dista de ser rupturista. Contiene pequeñas audacias con las que espera convencer de que hay algo nuevo. Pero «un proceso democrático que tenga como base una negociación» que ponga fin al «conflicto político» es más o menos lo de siempre: mientras se negocia su propuesta (que es la de Loiola en 2006) no habrá atentados. O sea, una tregua con negociación política.
El lunes 1 de marzo se conocían dos noticias relacionadas con ETA: la sentencia de un tribunal de Belfast aceptando en primera instancia la extradición de Iñaki de Juana Chaos, solicitada por España; y el auto de la Audiencia Nacional en que se acusa al Gobierno de Hugo Chávez de haber facilitado los contactos entre las FARC y ETA. ¿Hay alguna relación entre ambas noticias? Ninguna, excepto el detalle de que la dirección que De Juana dio como su residencia cuando se instaló en Irlanda, en septiembre de 2008, era el domicilio de James W. Monaghan, uno de los tres activistas del IRA detenidos en Colombia en 2001 y acusados de haber impartido un cursillo sobre explosivos a miembros de las FARC.
El mismo día 1 se conocía la identidad del tercer etarra detenido en Normandía junto a Ibon Gogeaskoetxea, supuesto jefe de la banda, y Beñat Aginagalde, al que se relaciona con dos de sus últimos asesinatos. Se trata de un veterano recientemente regresado de Venezuela, donde ha pasado 26 años. Con esas tres, son 32 las detenciones de miembros de ETA realizadas en los dos primeros meses de año.
¿Existe alguna relación entre el obvio declive de ETA que ese dato refleja y las conclusiones ahora conocidas del debate en la izquierda abertzale? El papel aprobado contiene escasas novedades, pero las pocas que hay, al menos de lenguaje, cobran cierta significación por el contexto en que se inscriben: cuando han aflorado las contradicciones entre los intereses de ETA y los de su brazo político; y cuando las detenciones han puesto de relieve a la vez las intenciones de ETA de seguir, caiga quien caiga, aunque sean los planes de Otegi, y su debilidad organizativa para resistir la presión policial y judicial.
Un efecto de la ilegalización de Batasuna (y de su confirmación por Estrasburgo) fue que planteó la incompatibilidad entre la continuidad de la violencia y la de la izquierda abertzale, expulsada de las instituciones. Esa incompatibilidad ya existía cuando se inició el proceso de paz, pero no se verificó uno de los presupuestos del mismo: que Batasuna se resistiría a avalar su ruptura, si ETA volvía a matar. La eficacia policial y la perseverancia judicial han hecho que emerja ahora.
La resolución de Batasuna dista de ser rupturista. Comienza por rendir un homenaje a ETA, sin nombrarla, por haber librado a Euskal Herria del riesgo de desaparición en que se encontraba «hace 50 años». Pero el texto contiene pequeñas audacias con las que sus autores esperan convencer de que hay algo nuevo, como la afirmación de que «sólo a nosotros» (o sea, no a ETA) corresponde establecer la nueva estrategia; o la de que hoy «es posible llevar la confrontación al terreno en que los Estados son más débiles: el de la política». Son expresiones que, unidas a la apelación a la «lucha de masas», recuerdan a las de las primeras escisiones de ETA en ruptura con la violencia. El problema es que todo ello se plantea para hacer posible «un proceso democrático que tenga como base una negociación» que ponga fin al «conflicto político». Lo cual es más o menos lo de siempre: mientras se negocia su propuesta (que es la de Loiola en 2006: una autonomía que incluya a Navarra y con derecho de autodeterminación) no habrá atentados. O sea, una tregua con negociación política.
Pero ése es un camino que ETA cerró en la T-4, por lo que la mayoría de los observadores no ven nada nuevo; sin embargo, tanto el nacionalista Egibar como el socialista Eguiguren perciben novedades, de las que el primero concluye que la izquierda abertzale desea sinceramente el fin de ETA. Si así fuera, es Rubalcaba quien trabaja para que ese deseo se cumpla, no los autores de la resolución, que se limitan a esquivar el tema. Por tanto, mientras ETA no anuncie su retirada definitiva, no hay motivo para modificar la actual estrategia antiterrorista.
La actuación judicial también está en general a la altura, aunque la última condena de Otegi (dos años de prisión y 16 de inhabilitación por enaltecimiento del terrorismo), conocida el martes, plantea dudas. Por su dureza, el máximo previsto para ese delito, y por su fundamentación, que incluye unas confusas consideraciones sobre Nelson Mandela. No es cierto que el líder surafricano nunca practicase la lucha armada. Lo «estrambótico» del discurso de Otegi no es eso, sino comparar la situación de Suráfrica en los años 60 con la de Euskadi en periodo constituyente, o hablar de apartheid en relación a la ilegalización del brazo político de ETA. La juez ya se salió de su papel en el juicio con comentarios personales bastante inapropiados.
El 1 de marzo también se cumplía un año de las elecciones que cambiaron el signo del Gobierno vasco. Hasta hace poco, los nacionalistas consideraban que la persistencia de la violencia era un síntoma de la gravedad del conflicto político; ahora más bien consideran a ETA un lastre del que desprenderse cuanto antes. Pero hace unos días, en una comparecencia parlamentaria del nuevo director general de la Televisión Vasca, el portavoz del PNV le interpeló acusándole de haber llegado a ETB con el fin de «ocultar la existencia de un conflicto político». (EL PAÍS, 11-2-2010). Extraordinaria acusación que, leída desde el otro lado, explica el medio ambiente en que la izquierda abertzale ligada a ETA ha venido reproduciéndose hasta ahora.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 4/3/2010