Ignacio Varela-El Confidencial
Lo preocupante no es que se inventen 100 formas distintas de cometer perjurio, sino constatar que cerca de un tercio del Congreso se siente políticamente ajeno a esta Constitución
Tras las elecciones de 1989, tres miembros de Batasuna (Aizpurúa, Idígoras y Alcalde) estrenaron la fórmula ‘por imperativo legal‘ en el momento de acatar la Constitución. El presidente socialista de la Cámara, Félix Pons, les negó haber adquirido la condición de diputados y los expulsó del hemiciclo. El vídeo de aquel momento corrió ayer como la pólvora en las redes sociales.
Pons pudo hacerlo porque solo eran tres, porque pertenecían al brazo político de ETA y porque el presidente tenía el respaldo abrumador de la Cámara. 30 años más tarde, si Meritxell Batet hubiera aplicado ese mismo criterio, habría tenido que expulsar a cerca de un centenar de diputados: todos los que adornaron el escueto ‘sí, prometo’ con proclamas diversas para mostrar que la promesa era tan fulera como su vínculo con la Constitución.
La Constitución del 78 se asienta sobre cinco pilares: la unidad indisoluble de la nación, la democracia representativa como régimen político, la monarquía parlamentaria como forma de Estado, la descentralización territorial del poder, plasmada en el Estado autonómico, y la economía de mercado corregida con criterios de equidad social.
Muchas otras cosas pueden reformarse, pero impugnar cualquiera de esos cinco cimientos contiene una vocación destituyente. Instaurar el derecho a la secesión, la democracia plebiscitaria del populismo, la república, el Estado centralista o la economía estatalizada no serían meras reformas constitucionales: hacerlo supondría demoler el edificio para edificar uno distinto. Que cerca de 100 diputados estén en una o varias de esas posiciones debería hacernos reflexionar a fondo, porque a medio plazo pone a la propia Constitución en el alero.
Quienes en su día establecieron la fórmula del acatamiento como requisito para ser miembro del Parlamento jamás divisaron un escenario como el actual. Para ellos, era solo un rito democrático. Pero más vale que nos hagamos conscientes de que esto es lo que hay —y probablemente es peor lo que nos espera—.
Se puede prescindir, pragmáticamente, de exigir una declaración expresa de lealtad constitucional para ser diputado o senador (bastaría con que no la pisoteen en la práctica). Pero si el compromiso expreso se considera irrenunciable, habría que manifestarlo antes de la votación popular, en el momento de presentar la candidatura. Cualquier solución es mejor que consentir pasivamente el perjurio masivo, rechazar a decenas de diputados votados en las urnas o resignarse a que la constitución del Parlamento sea por costumbre un espectáculo deleznable, incívico y falsario.
Todos los problemas político-legales provocados por la crisis de Cataluña tienen un rasgo en común: nos ponen ante situaciones que los legisladores del pasado no previeron y, por tanto, desafían una legalidad obsoleta sin encontrar la respuesta precisa.
El armazón jurídico está pensado para defender al orden democrático de dos amenazas históricas: el terrorismo y los golpes militares. Pero los independentistas catalanes han descubierto un nuevo delito contra la Constitución: la sublevación institucional. Consiste en que los responsables civiles de una parte del Estado intentan derrocarlo desde dentro, utilizando el poder que el propio Estado les confió y derogando unilateralmente la Constitución en una parte del territorio nacional. Frente a ello, existe el 155 como salvaguarda política, pero la respuesta jurídico-penal es mucho más problemática.
Nos ponen ante situaciones que los legisladores del pasado no previeron y, por tanto, desafían una legalidad obsoleta sin encontrar la respuesta
Por eso, el Tribunal Supremo tendrá que encajar a martillazos este nuevo comportamiento criminal en uno de los tipos penales existentes. Marchena encontrará la forma de salir del embrollo; pero, a partir de ahí, la responsabilidad futura vuelve a ser del legislador (es decir, de los políticos). Futuras insurrecciones institucionales, que las habrá, no pueden volver a pillar en bragas al ordenamiento jurídico.
Lo mismo sucede con el caso de los cuatro diputados presos a los que hay que suspender de sus funciones. ¿Quién pensó que podría darse el caso de que varios individuos procesados por rebelión y en prisión preventiva se presentarían a unas elecciones y obtendrían un millón y medio de votos? Hemos visto a muchos ir del Parlamento a la cárcel, pero el otro itinerario estaba inédito.
La ley considera que una persona en esas circunstancias no está en condiciones de ejercer un cargo público. Siendo así, lo lógico sería prevenir antes que curar: declarar cautelarmente inelegible para cualquier oficio público a quien esté en esa especialísima situación. Ello impediría el fraude político de utilizar a los políticos presos como anzuelo electoral y el desgaste institucional de desautorizar a miles de votantes.
El Supremo requiere al Congreso que aplique su propio reglamento y Batet regatea alegando que el órgano judicial debe activar la Ley de Enjuiciamiento Criminal. En el forcejeo hay una soterrada lucha de intereses: Marchena trata de preservar a toda costa el proceso impoluto, libre de actuaciones que puedan contaminarlo cuando la sentencia se recurra en Estrasburgo. Batet, siguiendo instrucciones, custodia los votos del PSC el 26-M, los de la investidura de Sánchez y, sobre todo, la relación con su socio preferente. Sería chusco que en la primera decisión importante de la Mesa el PSOE tuviera que apoyarse en el PP y Ciudadanos, dejando en minoría a Podemos.
Deberían resolver ya el culebrón. Pero si hay que elegir, prefiero que se proteja el interés del Estado y del poder judicial antes que los votos de Pedro Sánchez.
Una curiosidad histórica: Tejero sí se presentó a unas elecciones generales, pese a estar condenado en firme. Ocurrió en 1982. Se inventó desde la cárcel un partido llamado Solidaridad Española y encabezó la candidatura. La Junta Electoral la rechazó, pero la Audiencia de Madrid la consintió.
El golpista obtuvo 28.451 votos en toda España, un 0,14%. Obviamente, eran otros tiempos.