En esta España donde tan frecuentemente nos helamos el corazón unos a otros, veinte años nunca son la nada del célebre tango. Sobre todo cuando la efeméride es tan terrible como aquel 11M de 2004 en que perdimos la inocencia, todos, con un Gobierno saliente de José María Aznar al cual le entraron las prisas por culpar a ETA, diga lo que diga ahora el expresidente, mientras al resto nos entraban las pausas por la sospecha justificada.
Nada ha sido igual desde ese espanto que nos supuso ver los trenes despanzurrados por las vías de Atocha y aledaños, restos humanos despedidos por las explosiones hacia lugares imposibles, móviles sonando en los bolsillos de los cuerpos de las víctimas ya en las bolsas forenses en medio de un silencio que solo provoca el espanto. Y, sobre todo, la náusea de los primeros escarceos por ver quién imponía su relato: en resumen, si había sido ETA ganaría el PP, si era él yihadismo, ganaba el PSOE. Una polarización que todavía nos persigue.
El gran error de Aznar fue autoconvencerse de que la autoría de semejante tragedia, a 72 horas de unas elecciones, condicionaría el voto de los españoles en un sentido o en otro cuando ningún resultado electoral está escrito de antemano.
En uno de los programas televisivos emitidos por el 20 aniversario de la tragedia, el periodista Iñaki Gabilondo, contradijo ese aserto con éste otro: “Si Aznar convoca a todos los españoles a un duelo nacional y a los partidos a la unidad del pacto antiterrorista, el PP habría arrasado”; incluso con la confirmación a cuentagotas y oficiosa de la autoría islamista que nos iba llegando.
En momentos de zozobra terrorista, los ciudadanos nos sobrecogemos, nos condolemos con las víctimas y sus familiares, y no habría habido prácticamente tiempo de reacción para culpar a nadie políticamente de nada; fue el propio Aznar quien, intentando poner el foco sobre ETA para ‘salvar’ al PP en las urnas, lo puso sobre sí mismo y sus excesos en la guerra de Iraq.
No puedo estar más de acuerdo con Gabilondo y quienes así piensan, no pocos transcurridas dos décadas. En momentos de zozobra nacional, ya sea terrorista o derivada de una pandemia, los españoles hemos demostrado sobradamente que, primero, nos sobrecogemos, nos condolemos con las víctimas y sus familiares, y luego reaccionamos apoyando el Estado de Derecho que nadie mejor que el Gobierno, del cualquier color, lo representa en esas situaciones extremas.
Si Aznar se hubiera dirigido al país, diciéndole: “Da igual quien haya sido, somos un pueblo digno y no nos van a arrodillar”, nadie en su sano juicio le habría culpado de nada ni las sedes del PP se habrían visto asediadas. José Luis Rodríguez Zapatero, candidato socialista, se habría visto obligado a acudir a La Moncloa a hacerse la foto de la unidad con él y con quien se pretendía su sucesor, Mariano Rajoy, y las elecciones del domingo 14M se habrían celebrado en otro clima más distendido.
Pero fue el propio José María Aznar quien, intentando mantener obsesivamente el foco fijo sobre una supuesta responsabilidad de ETA en la masacre, para salvar al PP en las urnas 72 horas después, puso el foco sobre sí mismo y lo que buena parte de la población le venía afeando por haber situado a España con los Estados Unidos de George W. Bush, y la Inglaterra de Tony Blair en la invasión de Iraq.
Lo del desaparecido Alfredo Pérez Rubalcaba diciendo aquellos días a los cuatro vientos que “necesitamos un gobierno que no nos mienta”, algo que el PP lleva clavado en el corazón desde hace veinte años como una puñalada política trapera, fue solo el reverso de la moneda que Aznar había puesto en circulación con su insistencia en la autoría de ETA.
Él y nadie más que él -me consta que hubo muchos dirigentes entonces del PP en desacuerdo, desde el propio candidato Rajoy al entonces vicepresidente Rodrigo Rato– tiene la mayor responsabilidad de cuanto sucedió a lo largo de aquellos tres trágicos días de marzo de 2004; no la única responsabilidad, pero sí la mayor.
Porque, aquellas palabras del desaparecido dirigente socialista Alfredo Pérez Rubalcaba diciendo “necesitamos un gobierno que no nos mienta”, que el PP lleva clavadas en el corazón desde hace veinte años como una puñalada política trapera, fueron solo el reverso de la moneda que el presidente Aznar había puesto en circulación entre los españoles con su insistencia en la autoría de ETA. No nos engañemos, Rubalcaba hizo furor y llenó las calles de manifestantes protestando porque la teoría de un intento engaño masivo fue verosímil desde muy temprano.
Nunca olvidaré las dos primeras ruedas de prensa del entonces ministro del Interior, Ángel Acebes, que, convertido en una especie de guardián de las esencias, porfiaba una y otra vez en sus respuestas a los periodistas en la idea de que la única hipótesis contemplada por las Fuerzas de Seguridad del Estado era que el terrorismo Vasco estaba detrás.
Dio igual que el juez Baltasar Garzón avisara al alcalde de Madrid, Ruiz Gallardón, a las 9.30, solo dos horas después de los atentados, que los indicios apuntaban a que los autores eran yihadistas; o que el entonces director del CNI, Jorge Dezcállar, informara de que sus fuentes de inteligencia le aseguraban que todo apuntaba a un atentado islamista… Tenía que ser ETA
Dio igual que el entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón dijera al entonces alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, a las 9.30 de la mañana del mismo 11M, solo dos horas después de los atentados, que los indicios apuntaban a que los autores eran yihadistas, como reveló el propio Gallardón éste lunes en TVE; o que el entonces director general del CNI, Jorge Dezcállar, informara en directo al Ejecutivo que sus fuentes de inteligencia en el extranjero y los servicios de otros países le aseguraban que todo apuntaba a un atentado islamista.
O que a éste periodista -y perdonen esta cuota de protagonismo inmerecido-, entonces redactor-jefe de la agencia Servimedia, la redactora de Tribunales, Virginia Bendito, le llamara a las once de la mañana preguntando por qué seguíamos titulando las crónicas con el cintillo ETA cuando el comisario de Policía en la Audiencia Nacional les estaba asegurando a los periodistas que habían sido “los moros”.
Se intentó desde los despachos del poder reescribir la historia en directo y nada, absolutamente nada, debía desviar la atención sobre la autoría de ETA; no fuera a ser que los españoles descubrieran la verdad antes de tiempo y ataran cabos… Y eso fue, precisamente, lo que ocurrió: que una mayoría de españoles, incluidos muchos votantes del PP, abandonaron a su suerte al mismo José María Aznar a quien tan solo cuatro años antes habrían otorgado una holgada mayoría absoluta de 183 diputados.