RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL
- La fiesta española, extemporánea e inoportuna, sorprende a la nación con la capital cerrada y en una profunda crisis social, económica, política e institucional
Conspira contra cualquier celebración la imagen de la propia capital en estado de alarma. Y lo hace la amalgama de otras razones que malogran cualquier principio lúdico y de orgullo. Crisis económica y social. Crisis sanitaria. Crisis política. Crisis institucional. Y hasta crisis de la monarquía.
Es la perspectiva desde la que hubiera resultado embarazoso el alarde de un desfile militar en la Castellana bajo el patrocinio regio. Y no por culpa del Ejército, sino por la inoportunidad estética de la fiesta callejera y por complots de los palcos. Coincidirían en ellos los grandes artífices de la tragedia nacional. Sánchez y Díaz Ayuso disputándose los muertos de Madrid. Pablo Iglesias poniéndose la corona del Burger King. Y Carlos Lesmes serenando el chasquido de los sables de los jueces.
Menos mal que el ceremonial se restringe a una “fiesta” de mínimos en la plaza de la Armería. De otra manera, el trajín de los soldados y de los tanques, y los corrillos de conspiradores de la recepción palaciega, sobrentenderían la psicosis premonitoria de un golpe de Estado.
Decían los misioneros de la paz que la crisis sacaría lo mejor de nosotros. Ocurre lo contrario
La única marcha de la jornada la ha organizado Vox. No ya atribuyéndose la bandera, el himno y el eslogan de la patria grande y libre, sino precipitando el esperpento de un desfile civil y motorizado. A falta de carros de combate y de helicópteros, Abascal encabeza un ejército civil de madrileños soliviantados.
Claxon y banderitas. Vivas al Rey para desgracia de Felipe VI. Y ‘okupación’ en las arterias de la ciudad para vengarse del asedio de Sánchez. Nada mejor para el presidente del Gobierno que la aparición de unos aguiluchos. Y que la parodia de un desfile ultra con domingueros frustrados.
Decían los misioneros de la paz y del amor que la crisis podía sacar lo mejor de nosotros. Ocurre lo contrario. España parece estar dando lo peor de sí misma, exagerado hasta situaciones desesperadas el culto al dios Caín. Se trata de polarizarse, de tomar bando. ¿Eres de Sánchez o de Ayuso? ¿De Felipe VI o contra Felipe VI? ¿Pobre o rico? ¿Constitucionalista o nacionalista? ¿De garrote vil o de horca?
La exasperación desfigura cualquier pretensión aglutinadora del 12 de octubre. Ni siquiera el revisionismo histórico de la progresía ni el fervor patriótico de la derechona permiten evocar y convocar con naturalidad o tranquilidad la proeza de Cristóbal Colón. Unos se avergüenzan ridículamente del “genocidio” americano. Y otros apelan a los Reyes Católicos como el sueño húmedo del ansia imperial. Aquellos españoles que conquistaron América sí que tenían cojones.
Más que una fiesta del 12 de octubre podría organizarse un réquiem. Por los muertos del coronavirus. Por la muerte de Montesquieu. Por la muerte de la concordia y el diálogo. Por la muerte del espíritu de la Transición. Por la muerte de los autónomos. Por la muerte del ciudadano.
Un réquiem, sí, pero no en el engendro catedralicio de la Almudena, que Dios también ha muerto, sino en el Museo del Prado. Más en concreto en la sala de Goya. Y más específicamente delante de un lienzo gigantesco donde aparece un español agrediendo a otro español con las pantorrillas enterradas en el barro. ‘Duelo a garrotazos’ o ‘Riña a garrotazos’, se titula. Y es una pintura negra. Arrodillémonos delante de Caín, hasta que la muerte nos separe.