Gabriel Albiac-El Debate
  • Pero que haya en España todo un partido —o, más bien, un Movimiento— inquebrantablemente madurista; que ese Movimiento haya tenido ministros en el Gobierno Sánchez y mantenga hoy voz delirante en el Parlamento Europeo, sí me alarma

Igual desasosiego cada año, al llegar el doce de octubre. Y con él la constancia de que algo en este tan duro país nuestro nos hace extraños a cuanto nos rodea. Y que de esa extrañeza nace el inquietante perseverar de la nación española en la tragedia.

No hay un solo país europeo en el cual la fecha convenida como día conmemorativo de la común patria dispare los agrios automatismos de las guerras civiles: ni materiales ni simbólicas. Me ha quedado grabado en la memoria el día en el que una de mis hijas, niña entonces, me llamó desde Canadá, envuelta en un jolgorio que hacía su voz casi inaudible. «Es que estamos aquí en un fiestón rarísimo al que llaman algo así como fiesta nacional». A una cría de inicio del siglo XXI, lo de «fiesta nacional» era una rareza que le sonaba a chino.

Y, de inmediato, el archivo de mi memoria retornó a algún que otro 14 de julio en Francia. Aquellos días de fiesta incontaminada, en los que a nadie se le hubiera pasado por la cabeza plantearse su presencia en el bal-ginguette o en el conciertillo de barrio desde alucinadas fes de izquierda o de derecha. O a aquellos festejos del 4th July de los que he oído hablar a algún que otro amigo estadounidense como jornada de relajo en la cual todo afán quedaba entre paréntesis. Si a alguno de ellos, canadiense, francés, norteamericano, o de cualquier país no enloquecido, se me hubiera ocurrido preguntarle si no le hacía sentirse culpable la celebración de un día de regocijo nacional, me hubiera tomado por digno candidato al frenopático.

Y aquí, en esta España de ya bien avanzado el siglo XXI, una parte nada despreciable de la ciudadanía sigue bailándole el agua a un descerebrado celebrador de la Navidad en noviembre, que, desde la usurpada presidencia de Caracas, desbarra sobre la vergüenza de celebrar como fiesta nacional española un 12 de octubre que, pontifica, fue la «fecha del inicio de un genocidio». Bien está que el índice neuronal y las lecturas del déspota Nicolás Maduro no den para otra cosa más que para ensartar sandeces. No me molesta. Muy al contrario: me haría preocuparme muy seriamente cualquier coincidencia con semejante sujeto. Que alguien como él deteste la historia española, debiera reconfortarnos: algo debemos de haber hecho bien para merecer tal bendición.

Pero que haya en España todo un partido —o, más bien, un Movimiento— inquebrantablemente madurista; que ese Movimiento haya tenido ministros en el Gobierno Sánchez y mantenga hoy voz delirante en el Parlamento Europeo, sí me alarma. No por motivos políticos: la política hace mucho que dejó de interesarme. Por motivos psiquiátricos sí. Porque un demente con poder institucional es la desgracia mayor que puede caerle en cuenta a un ciudadano. Y, peor aún, porque, en nuestro caso, son los propios ciudadanos los que han dado sueldo y potestad institucional a esa secta de desquiciados que fantasean primorosos «genocidios».

De todas las fiestas nacionales europeas, la española es la que se asienta sobre una fecha más apacible. También, más crucial para la humanidad moderna. La nación francesa —a la cual tanto admiro— se asienta sobre la fecha que abre el horizonte de una guerra civil que duraría —con pausas— más de tres cuartos de siglo. El 4 de julio americano fecha, con la declaración de independencia de 1776, el epicentro de una feroz guerra de ocho años. El 12 de octubre español está ligado a un descubrimiento geográfico que trastrocaba todas las viejas creencias y abría el horizonte a un mundo ignoto. Abría el camino —que el viaje de Magallanes y Elcano cerraría— para dar contraste empírico a las hasta entonces cuestionadas hipótesis de Copérnico y Galileo. Nada, precisamente, de lo que alguien en su sano juicio pueda sentir vergüenza. Maduro, sí. Y sus fervientes. Pero esa es otra historia. Clínica.