Juan Ramón Rallo-El Confidencial
- La planificación centralizada del uso de los 140.000 millones de euros probablemente termine conduciendo a un despilfarro masivo de esos recursos
Lionel Robbins definió la economía como la ciencia que estudia la asignación de medios escasos hacia la satisfacción de fines competitivos. El problema económico fundamental, en cualquier sistema económico, es cómo utilizar los limitados recursos que tenemos a nuestra disposición para conseguir los fines que juzgamos prioritarios al tiempo que minimizamos el coste de oportunidad de tales recursos.
En el capitalismo, este problema económico fundamental se resuelve con la toma descentralizada de decisiones a través del sistema de precios: precios y costes son vehículos extremamente eficientes (aunque no perfectos) para consolidar volúmenes ingentes de información dispersa acerca de qué es más urgente producir y acerca de cómo es menos costoso producirlo. En el socialismo, en cambio, este problema económico fundamental se resuelve con la toma centralizada de decisiones por parte de una burocracia planificadora: esa burocracia planificadora intenta captar por diversas vías información sobre las preferencias de los consumidores y sobre las capacidades de los centros de trabajo y, a partir de esa base, optimizar la producción.
El problema de la planificación centralizada es que el volumen y la complejidad de la información que es necesario aprehender de manera continuada resulta inaccesible e inmanejable. En parte, porque mucha información no es fácilmente articulable y transmisible. En parte, porque mucha información ni siquiera llega a generarse por falta de incentivos dentro de un sistema socialista. En parte, porque tampoco existen incentivos a transmitir esa información de manera fidedigna (el planificador sufre un problema de información asimétrica respecto a sus subordinados y, por tanto, los subordinados poseen incentivos a adaptar la información que le transmiten para manipularlo y salir beneficiados).
Es preferible que la mayoría de decisiones económicas se canalice a través del mercado antes que a través de la planificación estatal
Por eso, es preferible que la mayoría de decisiones económicas se canalice a través del mercado antes que a través de la planificación estatal (la excepción podrían ser aquellas políticas dirigidas a corregir los problemas de coordinación que también pueden existir en los mercados… siempre que esas políticas sean susceptibles de mejorar el resultado del mercado). Y, pese a ello, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que pretende canalizar hasta 140.000 millones de euros para meter de lleno España en la economía del siglo XXI es, en esencia, una propuesta para centralizar los términos de la reestructuración de la economía española.
A la postre, los 140.000 millones de euros serán administrados por una comisión creada ‘ad hoc’ y presidida por el presidente del Gobierno que contará con la asesoría de técnicos de los ministerios, de foros consultivos sectoriales y de los agentes sociales. Una estructura de gobernanza que adolece de los típicos problemas de toda planificación centralizada y burocratizada.
Primero, ninguno de esos agentes implicados en la comisión cuenta con información contextual sobre la eficiencia de todas y cada una de las actuaciones que terminarán financiándose con los 140.000 millones de euros. Como mucho, serán capaces de trazar grandes objetivos nacionales —cuya jerarquía de prioridades y distribución agregada de fondos tampoco queda claro cómo es diseñada: por ejemplo, ¿por qué destinar 24.000 millones de euros a la modernización y digitalización del tejido industrial y a reflotar el turismo, pero solo 12.500 a la transición energética o viceversa?—, pero no de evaluar al detalle la eficiencia de cada proyecto sufragado bajo el paraguas de cada uno de esos objetivos. De hecho, si uno lee el plan presentado por el Gobierno, solo encontrará una colección de intenciones muy generales (sin justificación económica), pero ninguna propuesta concreta de gasto. Ese ejercicio de concreción le corresponderá, precisamente, a la comisión presidida por Sánchez y asesorada por los técnicos ministeriales, las empresas o los agentes sociales. Y es ahí donde arrancan el resto de problemas.
Segundo, que la última palabra sobre la distribución de los fondos la posea una comisión presidida por Sánchez resume perfectamente el riesgo de que se ejerza un uso total o parcialmente politizado de tales fondos. No olvidemos que los políticos no son seres de luz que buscan desinteresadamente el bienestar general, sino que son personas de carne y hueso con intereses propios que, por tanto, poseen incentivos a instrumentar los recursos a su alcance para satisfacer esos intereses: por ejemplo, crear redes clientelares, premiar a los aliados y castigar a los adversarios.
Tercero, la comisión estará asesorada por técnicos procedentes de los diversos ministerios y, obviamente, cada uno de ellos intentará maximizar los fondos gestionados por su ministerio: exagerará las virtudes de sus proyectos y minimizará los costes asociados. ¿Cómo podrá Sánchez evaluar cuál de los distintos técnicos, que competirán entre ellos por captar tales fondos, lleva razón y, por tanto, qué proyectos deben ser aprobados y cuáles no?
Cuarto, aparte de los técnicos ministeriales, la comisión también recibirá la asesoría de foros consultivos sectoriales o de los agentes sociales: en este caso, serán las distintas empresas, patronales, sindicatos o asociaciones civiles quienes tratarán de persuadir (manipular) a la comisión para atrapar una parte de los 140.000 millones de euros. Nuevamente, recordemos que la comisión busca asesoría de estos agentes externos para lograr una información de la que carece y que necesita para tomar buenas decisiones: pero la información que se le trasmitirá será información sesgada y parcial. ¿Cómo tomar decisiones que requieren de información externa si esa información externa va a ser tergiversada para capturar al administrador de los fondos?
Acaso se replique que estos cuatro problemas de la planificación burocrática son problemas que las empresas, y muy en especial las grandes empresas, también experimentan en su toma de decisiones. Pero, dejando de lado que las empresas no suelen administrar de golpe 140.000 millones de euros para nuevos proyectos a implementar en un breve lapso de tiempo, existe una diferencia fundamental entre ambos casos: el sector privado valida día a día sus planes en el mercado, de modo que si alguno no funciona, se obtiene rápidamente información de que está fracasando y, además, el coste del fracaso es internalizado por quien toma las decisiones (salvo que existan problemas de agencia muy acusados). ¿Cómo validar continuadamente el buen uso que se esté haciendo en nuestro caso de los 140.000 millones de euros? No vamos a tener ninguna fiscalización en tiempo real de los resultados de cada una de las decenas de miles de actuaciones que se iniciarán. ¿Cuáles serán las consecuencias sobre los políticos, burócratas y ‘lobbies’ de dilapidar ese dineral? Ninguna (pues tampoco sabremos si lo han dilapidado o no).
En definitiva, la planificación centralizada del uso de los 140.000 millones de euros probablemente termine conduciendo a un despilfarro masivo de esos recursos. Con ello no quiero decir que no vaya a salir nada provechoso del uso de tales fondos, sino que en términos generales los costes de oportunidad de los proyectos sufragados tenderán a ser muy superiores al valor con ellos generado. Quienes seguro que saldrán altamente beneficiados de su administración serán los políticos, burócratas y ‘lobbies’ que fagociten ese presupuesto.