IGNACIO CAMACHO-ABC
Antes que dejarse torcer el brazo, el Estado debe usar sus poderes todo el tiempo y todas las veces que sea necesario
EN ninguna parte de la Carta Magna está escrito que el artículo 155 sólo pueda aplicarse para deponer a un Gobierno autonómico constituido. Ésa fue la fórmula que los partidos constitucionalistas eligieron en octubre porque su intención era sólo la de convocar elecciones, una prerrogativa personal de Puigdemont que, al negarse éste a ejercerla, obligaba a apartarlo del poder ejecutivo. Pero si de algo se acusa al famoso instrumento de coerción es de ambiguo: se limita a facultar al Gobierno para adoptar «las medidas necesarias» en caso crítico. El acuerdo del Senado para activarlo decae de forma expresa, por mucho que Ciudadanos reclame su continuidad, cuando Cataluña tenga de nuevo un presidente electo por un procedimiento legítimo. Sin embargo, nada impide volver a invocar el 155 para impedir que los separatistas persistan en sus objetivos. Y a la vista de las intenciones declaradas por Quim Torra, va a ser preciso. Rajoy puede ir ordenando a la vicepresidenta que active su brigada de expertos jurídicos.
Lo que el presidente ya no puede olvidar es que la política no consiste sólo en hechos ni expedientes legales, sino en sensaciones, en estados de ánimo. Sin salir del conflicto catalán tiene la prueba reciente y bien a mano. Si sus asesores salen a la calle en vez de limitarse a examinar informes en sus despachos podrán auscultar un ambiente de opinión pública que oscila entre la indignación y el desengaño. Los secesionistas lo van a acrecentar con provocaciones deliberadas, humillantes para el Estado. El programa (?) expuesto por Torra es en sí mismo un golpe de baja intensidad, un procés 3.0 formulado con mayor inteligencia y menos descaro. El sustituto de Puigdemont es más oblicuo y tiene un envase retórico más sofisticado, pero su proyecto es el de un independentista radical, un supremacista convencido y fanático. Y su primera misión es la de abrir una grieta en el bloque constitucional haciendo que los ciudadanos españoles se sientan chuleados.
Si eso ocurre, y está empezando a ocurrir, Rajoy habrá perdido el respeto de la calle. Rivera se le acabará de subir a las barbas y el apoyo parcial de Pedro Sánchez, en el caso de que lo conserve, no le procurará ninguna comprensión de sus votantes. Al soberanismo le conviene –trabajará en ello– que el centro derecha español, el depositario del proyecto nacional, se enfangue en una batalla interna de desgaste. Este tiempo requiere resolución, iniciativas audaces, y el mayor error que puede cometer ahora el Gobierno, sobre los que ya ha cometido, es dar la impresión de que quiere deshacerse del problema soltando la tutela de Cataluña cuanto antes.
Se trata de todo lo contrario. De quedarse hasta donde lo permita la ley interpretada en su sentido más ancho. Y de utilizar hasta el último recurso político disponible para no dejarse torcer el brazo. 155 veces si fuera necesario.