ABC 05/01/14
JON JUARISTI
· Sería lamentable que el centenario de la Gran Guerra pusiera de relieve el desinterés de los españoles en la historia común europea
En la portada de la edición española de 1914, de la paz a la guerra, el libro de la historiadora Margaret McMillan que acaba de publicar Turner, se reproduce uno de aquellos mapas bufos de Europa que tan de moda estuvieron desde la guerra de Crimea como motivo caricaturesco para ilustrar los antagonismos nacionales. La idea de jugar con el mapa europeo no era nueva. Ya en grabados del siglo XVII se personalizaba el perfil del Viejo Continente como una reina o emperatriz cuya cabeza correspondía a la península ibérica, o se construía el de cada monarquía o principado con su animal simbólico correspondiente, en una composición general a lo Arcimboldo. El mapa del libro de McMillan muestra una Europa en armas donde el emperador austrohúngaro, por ejemplo, la emprende a bayonetazos contra un Gargantúa o Leviatán ruso. Incluso la pequeña Serbia aparece representada por un soldado con dos maletas, una alusión al éxodo del ejército serbio hacia Corfú. En España, única nación neutral de su entorno, dormita repantingado un militar larguirucho. Tiene los rasgos del por entonces joven Alfonso XIII , un hombre de la generación europea de 1914.
La guerra de 1914-1918 cambió las fronteras interiores de Europa: los imperios centrales estallaron en una constelación de repúblicas; Alemania perdió Danzig, Alsacia y Lorena; el Reino Unido comenzó a perder Irlanda. España, que no estuvo ni con los vencedores ni con los vencidos, ni ganó ni cedió territorios en Versalles y es uno de los poquísimos países europeos que no conserva memoria monumental alguna de la Gran Guerra. Para los españoles, es como si no hubiera pasado nada de especial importancia en esos cuatro años decisivos para la posterior historia de Europa, incluida la nuestra. Se ha conseguido que muchos de nuestros bachilleres estudien el Holocausto, lo que no está nada mal. Convendría que salieran a la universidad con unas cuantas nociones elementales de lo que supuso la Gran Guerra, pero quizá sea pedir demasiado.
Hasta la guerra de papel que libraron en los periódicos españoles de la época aliadófilos y germanófilos ha pasado al olvido más absoluto. ¿Quién recuerda hoy a los propagandistas de uno y otro bando, a quién le suenan los nombres del bilbaíno Luis Antonio de Olmet, de su socio y asesino Alfonso Vidal y Planas, de Vicente Gay y de otros receptores de sobres de las embajadas beligerantes? ¿Quién lee todavía los reportajes de guerra de Azorín, de Maeztu, de Pérez de Ayala, de Gaziel? Por no hablar ya de la literatura española sobre la contienda, que apenas dejó poquísimas piezas discretamente memorables: Medianoche, de Valle Inclán;
Momentum catastrophicum, de Baroja, y Los que nofuimosalaguerra, de Wenceslao Fernández Flórez. En cuanto a los agitadores franceses que tradujo y divulgó con profusión la factoría Prometeo, de Blasco Ibáñez, ni los nombres nos sonarían.
Sin embargo, la Gran Guerra fue el origen de fuerzas que determinaron la historia de España en el siglo XX. De ella nacieron los grandes movimientos totalitarios, el fascismo y el comunismo. Hay quien habla incluso de una Guerra Civil Europea entre 1914 y 1945, de la que nuestra guerra civil de 1936-1939 habría sido el episodio central. Este año que ahora comienza será, en la mayor parte de los países de la UE, un período de reflexión acerca de las causas y consecuencias de un conflicto que preparó el suicidio de las democracias en los años treinta, cuando el pacifismo de los vencedores de veinte años atrás se convirtió en claudicación ante Hitler. Al menos podríamos fingir ante nuestros contemporáneos europeos que el asunto no nos sigue resultando enteramente ajeno.