JAVIER ZARZALEJOS – EL MUNDO – 07/03/16
· El autor subraya que el primer Gobierno del PP hace 20 años fue un logro histórico del centroderecha que supuso también una garantía crucial para un sistema político que aún no había completado el ciclo de la alternancia.
Hace 20 AÑOS por estas mismas fechas en España también se hablaba de la formación de Gobierno. De momento, hasta ahí llegan las analogías. Las elecciones se habían celebrado cuatro días antes, no dos meses y medio. El Partido Popular había ganado con una ventaja más corta de la que se preveía, pero superaba el umbral para ponerse a la tarea de articular una mayoría estable de Gobierno. Algunos presionaban para construir mayorías alternativas, y el entendimiento con los nacionalistas –entonces únicos socios posibles– no se presentaba fácil.
Sin embargo, el respeto a las reglas del juego, el normal funcionamiento de los mecanismos constitucionales y la iniciativa ganada por el impulso negociador del PP disiparon pronto las dudas. Sería la capacidad política, no la limitación aritmética, la que determinaría la suerte de aquel primer Ejecutivo del Partido Popular que, con 156 escaños propios, lejos de la mayoría absoluta, arrancaba en las peores condiciones teóricas para una fuerza política a la que se atribuía una incapacidad genética para el pacto.
Frente a un Partido Socialista digamos que exhausto, ese primer Gobierno del PP era un logro histórico en la trayectoria del centroderecha, pero suponía también una garantía crucial para un sistema político que todavía en 1996 no había completado el ciclo de la alternancia. Se demostró que había una alternativa viable que podía ofrecer cambio y estabilidad, y eso entonces –como ahora– no parecía tan claro. Al fin y al cabo, la política española y el propio modelo de partidos llevaban casi tres lustros marcados por dos acontecimientos de signo opuesto pero igualmente extraordinarios. Por un lado, la disolución de UCD después de liderar la Transición y, por otro, la aplastante victoria del PSOE en 1982.
Desde entonces, los socialistas habían disfrutado de una situación prácticamente hegemónica hasta 1993, mientras el centroderecha parecía condenado a cobijarse bajo techos electorales aparentemente inamovibles. La victoria del PP y el nuevo Gobierno representaban la normalidad que acompaña a la madurez y la consolidación de los sistemas democráticos. Esa normalidad fue desmintiendo, uno a uno y en muy poco tiempo, los augurios más negros que se pretendían asociar a la política de Aznar y que, más que una posición crítica ante el Gobierno, lo que demostraban era el arraigo de las tendencias a la exclusión del adversario en determinados sectores.
De hecho, las estrategias contra el PP desarrolladas después han buscado siempre –y buscan ahora– reproducir el estigma e ingeniar fórmulas de exclusión.
Aquella victoria que entonces se quiso calificar de «amarga» demostró tener un enorme potencial político y electoral. Mientras que la dulce derrota con la que se consolaron los socialistas resultó llevar latentes las condiciones de un declive muy prolongado.
Desde marzo de 1996, el PP ha gobernado en tres legislaturas, dos de ellas con mayoría absoluta, frente a los dos gobiernos del PSOE en 2004 y 2008, en ambos casos con mayoría relativa.
El Partido Popular había dado un salto electoral muy importante desde los casi 5,3 millones de votos de 1989 (el 25,79%), cuando Aznar se presenta a las elecciones generales como candidato de urgencia, a los 8,2 millones de votos de 1993 que representaron el 34,76% el total. Fue posible para un partido forjado frente la hegemonía socialista, que afrontó la modernización de sus estructuras y la integración generosa de personas y propuestas. Con la conformación de equipos solventes, adquirió densidad ideológica, apertura programática y la capacidad para desafiar políticamente a la izquierda bajo el liderazgo de José María Aznar. Pero incluso con esa progresión, los españoles no le quisieron poner las cosas fáciles.
Era un Gobierno a prueba, de un partido que tenía muchas cosas que demostrar. Desde una mayoría pactada y ante un electorado a la expectativa, el PP tuvo que poner en juego todos sus recursos para una tarea en equipo que el liderazgo de Aznar, lejos de neutralizar, impulsaba. Había que gestionar, negociar y explicar. Y enfrentarse a una estrategia terrorista que con el asesinato el año anterior de Gregorio Ordóñez y el atentado contra José María Aznar, había dejado claro que su objetivo era forzar al desistimiento al PP y al Gobierno. El desafío continuado de ETA fue, desde el primer momento, una prueba de una dureza difícil de imaginar. Para las víctimas, para los militantes y cargos públicos del PP, para el conjunto del constitucionalismo vasco con el que el Gobierno se comprometió y para las diversos cuerpos e instituciones que tenían que hacer valer el Estado de derecho, es decir sólo la ley pero toda la ley.
En estas condiciones, no era fácil hacer creíble un programa tan ambicioso como el que se propuso aquel Gobierno. Por eso la estabilidad era la condición necesaria para recuperar confianza y comprometerse con los objetivos que había que definir. El euro significaba no sólo la introducción de la moneda común sino una auténtica refundación de la Unión Europea en la que España debía estar desde el primer momento. La moneda única implicaba sacrificios para entrar y un exigente imperativo de reformas para mantenerse.
Luego hemos comprobado cómo desentenderse de ese imperativo, como ocurrió después, sólo tiene como final del trayecto el abismo al que nuestro país se asomó hace cuatro años. Es bien sabido que en 1996 España no cumplía ninguna de las condiciones de convergencia en inflación, tipos de interés y déficit público. Otro indicador fundamental, la tasa de paro era aún peor: el 23%. El euro entonces era un filtro, no una red de seguridad. Por eso, la importancia para España de acceder al euro como socio fundador era casi igual al escepticismo con que se recibía la insistencia del Gobierno al asegurar que lo conseguiríamos.
El euro fue un potente motor para las reformas que el PP debía impulsar desde el Gobierno. Pero si tenía sentido, era precisamente porque sacrificios y ambiciones se inscribían en un proyecto de modernización de España que cubría otros ámbitos esenciales. Desde los grandes vectores de la política exterior y la proyección cultural a la política de defensa. Es innegable el rendimiento que tuvo el esfuerzo desplegado en la proyección atlántica (Estados Unidos e Iberoamérica) y el papel que España recuperó en el escenario europeo.
La culminación del desarrollo autonómico y el nuevo modelo de financiación con nuevos niveles de corresponsabilidad fiscal no fueron acuerdos menores. Ni tampoco merece olvidarse una ambiciosa reforma fiscal que junto con la progresión en el empleo tuvieron extraordinario impacto en la revitalización social y económica.
Tener un programa ambicioso no exime de errores e insuficiencias. En conjunto, sin embargo, parece que los ciudadanos entendieron bien que, en las condiciones en las que quisieron que el PP gobernara, los resultados merecieron la pena. Cuatro años después, le concedieron una concluyente mayoría absoluta y una credibilidad duradera a la hora de afrontar situaciones difíciles. Pero ese es otro aniversario.
El proyecto de Gobierno que se inició hace 20 años se explica por su objetivo de fortalecer España como una sociedad de amplias clases medias y un Estado firmemente asentado sobre la Constitución. Una sociedad de oportunidades, con movilidad, cohesión e igualdad de derechos que, en coherencia con ello, hace del empleo la mejor política social. Una propuesta que, si se califica de liberal, lo es en su raíz porque cree que el Estado no puede garantizar la felicidad a sus ciudadanos pero sí debe hacer lo necesario para que aquellos la puedan buscar en condiciones de libertad e igualdad a través de su proyecto personal y familiar.
Javier Zarzalejos es secretario general de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES).