FÉLIX DE AZÚA-EL PAÍS

  • Cuando se vive en una sociedad colectivista, siempre hay un mando único que determina el proceder de la población. Esa es la esperanza que celebramos: la posibilidad de recobrar nuestra vida individual en el nuevo año

En Oviedo, colas hormigueras señalaban los negocios abiertos. Por Nochebuena cientos de ociosos ocupaban el espacio público con un cierto jolgorio. La ciudad estaba alumbrada por miles de figuras luminosas. No por eso la atmósfera era menos seria. Todos sabían que la situación estaba cargada de dramatismo por los familiares y amigos que no habían podido reunirse como cada año, pero la sobriedad no enterraba la alegría de celebrar la llegada de un nuevo año.

Por un conjunto de azares culturales, celebramos el nuevo año en tres sucesivas fiestas. La primera es el nacimiento del Niño en Nochebuena, festividad que se adelanta a todas hasta el punto de que vuelve a celebrarse el 6 de enero cuando los Reyes de Oriente confirman la celebración. Lo cual no impide que el 1 de enero hayamos festejado el año nuevo. Con tanto gusto cambiamos de año que necesitamos tres fastos para convencernos. Las fiestas son imprescindibles en una cultura que tiene como fundamento el decurso histórico. Aunque es una trivialidad, para los occidentales pasar del año 20 al 21 es algo sustancial, sobre todo en circunstancia como la actual. Librarnos de la maldición de 2020, aún y ser superstición, ayuda a olvidar un año funesto, no sólo por las muertes y los sufrimientos sino también porque hemos tenido que soportar un régimen de colectividad forzosa. Nos hemos visto presos en una arcaica comunidad sin fisuras y a actuar todos del mismo modo y al mismo tiempo.

Cuando se vive en una sociedad colectivista, siempre hay un mando único que determina el proceder de la población. Es la intolerable vida de quienes sufren un régimen dictatorial. Esa es la esperanza que celebramos: la posibilidad de recobrar nuestra vida individual en el nuevo año. Así sea.