José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Este es el gran argumento sobre el que la derecha debe insistir: alinearse con Vox por necesidad es simétrico con la vinculación del PSOE con Podemos, ERC y Bildu
Los términos de la cuestión en la política española los planteó con su habitual rigor, sentido jurídico y lógica argumental Juan José López Burniol en ‘La Vanguardia’ el pasado día 4 de diciembre con estas palabras: “Por qué razón el Partido Socialista puede coaligarse con un partido populista de extrema izquierda como es Podemos, mientras que el PP no podría coaligarse con un partido populista de extrema derecha como es Vox. Se objetará que Vox es fascista, y responderé que los votos de Vox —aunque sean fascistas— valen lo mismo que los de Podemos —aunque sean anarcoides—. Y repetiré una vez más lo que he reiterado hasta la náusea: que el actual Gobierno es, sin duda, un Gobierno legítimo, pero que, a mi juicio, no es un Gobierno conveniente para los intereses generales; a lo que acto seguido añado que un Gobierno de coalición entre el Partido Popular y Vox sería igualmente legítimo, aunque también inconveniente y por la misma razón. Por lo que siempre concluyo que, en la actual situación crítica de la política española, solo un pacto entre populares y socialistas sobre los grandes temas de Estado puede sacar a España de su actual marasmo”.
Este es el gran argumento sobre el que la derecha debe insistir: su alineación con Vox, más por necesidad que por afinidad, es simétrica —e incluso más benigna en términos éticos— que la vinculación del PSOE con Podemos, ERC y Bildu, partidos estos dos últimos con unos recientes episodios históricos que disuadirían a cualquier partido democrático de formalizar pactos con ellos. El camuflaje de Yolanda Díaz (“yo no soy la típica progresista”) trata de aliviar esa atosigante sensación de radicalidad izquierdista que sería una “esquina” que ella regala al PSOE en palabras de la vicepresidenta segunda del Gobierno de Sánchez.
Sin embargo, el PSOE y su izquierda han conseguido que la ‘no izquierda’ (PP y Vox, con los restos de Ciudadanos) se visualice en la sociedad española como radical, antisistema, insolidaria y, en realidad, nostálgica del franquismo y la militarada. No es cierto, pero ha ido calando esa percepción porque tanto los socialistas como los morados —estrechamente vinculados con los independentistas vascos y catalanes— han conseguido que la derecha, en particular la que representa el PP, actúe de manera reactiva, impulsiva, y, en lenguaje coloquial, “entre a todos los trapos”. Han jaqueado todo su sistema de respuesta ideológica y de réplica política.
En vez de seguir su propio camino, está yendo por el que desea la izquierda, que la zahiere con la exhumación argumental de Franco, con el flamear de la bandera de la Transición ‘tramposa’, con el señuelo de la llamada memoria histórica, con un feminismo irreconocible como tal, migrante hacia posiciones identitarias ininteligibles, y con la machacona afirmación de que los populares están presos de la ‘ultraderecha’, cuando la realidad es que el PSOE, muy lejos de la socialdemocracia en la que pretende envolverse, representa el socialismo más radical de todos los occidentales. A ninguno de ellos en Europa se les hubiese pasado por la cabeza formar un Ejecutivo con la extrema izquierda (Podemos) con el apoyo parlamentario del partido que proclamó unilateral y delictivamente la independencia de Cataluña (ERC) y con otro (Bildu) que es el legatario del seudopatrimonio ideológico y finalista de la banda terrorista ETA.
La derecha española democrática ha incurrido en una dinámica de despersonalización. No marca el perímetro de su discurso, de sus actitudes y propuestas, sino que se lo deja delimitar por las celadas de la izquierda. Es esa izquierda la responsable, con su radicalidad, de la aparición tardía —en diciembre de 2018, en Andalucía— de Vox como fuerza homologable a los populismos derechistas de otros países.
Anne Applebaum en su ‘Ocaso de la democracia’ (Debate 2021) escribe con lucidez sobre el partido que preside Santiago Abascal:
“Vox es el primer movimiento político español posfranquista diseñado deliberadamente para atraer a esa parte de la población a la que inquieta la polarización del país. Una posible radicalización del separatismo catalán no hará sino incrementar más aún su apoyo, como lo harán las protestas feministas, los debates económicos airados y el retorno de los viejos enfrentamientos históricos, al igual que la presencia de Podemos —un partido de extrema izquierda abiertamente radical— en el actual Gobierno de coalición. Vox es un proyecto creado por personas que son muy conscientes de ello”.
El análisis de esta periodista norteamericana —ahora referente para los conservadores y liberales— es exacto. Y explica por qué razón los socialistas, Podemos y los separatistas exasperan su radicalidad, sus alardes de confrontación y ahondan en la fisura que separa a la nueva versión de las dos Españas: de una parte, la “no izquierda”, en feliz expresión de Pedro Herrero y Jorge San Miguel —autores de ‘Extremo centro: el manifiesto’ (Deusto 2021), publicado un extracto en El Confidencial del pasado día 28 de noviembre—, y, de otra, todo lo que va del PSOE moderado a su más extrema siniestra.
Ambos autores no son lo que parecen: unos excéntricos publicistas en clave de humor y hasta reaccionarios. Son, ambas, personas preparadas en el periodismo de análisis y en la politología, además de contar con trayectorias experimentadas en el mundo político, concretamente en el ámbito de los partidos. Escriben —sin inhibiciones formales, dirigiéndose a la derecha al margen de cualquier corrección política— que “España necesita hoy una fuerza política que quiera a España como los secesionistas quieren a Cataluña. Hace falta alguien que recoja los votos de las Fuerzas Armadas, de la Policía, de la Guardia Civil y de las personas que tengan por España un apego tan salvaje como el tío más duro de Bildu lo tiene por Euskal Herria (…) De entrada, la posición obviamente razonable es buscar unos acuerdos básicos y bajar el tono de lo que nos separa; pero cuando se produce un momento de ruptura como el que hemos vivido estos años en España, es muy lícito pensar que los equilibrios no se alcanzan llevando el acuerdo por delante. Las renuncias en las negociaciones entre diferentes se producen si hay convicciones previas. Si no hay convicciones no puede haber renuncias; y el consenso puede alcanzarse si ambas partes renuncian a algo. Si no, qué demonios de consenso va a haber. Sin convicciones que entren en debate, a veces incluso en colisión, la palabra consenso no significa nada”.
Estos autores ponen como ejemplo de su razonamiento el propio Estado de las autonomías: unos querían un Estado centralizado y otros, federal: “Todas las partes —siguen— hicieron renuncias y el consenso resultante fueron las autonomías que conocemos. Pero el consenso no fue, obviamente, el punto de partida”.
La conclusión es que la derecha debe mantener convicciones y no expresar meramente reacciones. Y ese planteamiento remite a la necesidad de una estrategia que no sea errática como, en buena medida, lo es ahora porque está al albur de los estímulos que la izquierda le lance sin que los dirigentes de la derecha los eludan con un discurso alternativo y que desprecie la descalificación, la demonización y la estigmatización rutinaria (“facha”, “autoritario”, “ultra”) imponiendo así un proyecto alternativo.
El Partido Popular es una organización que vertebra el Estado como lo hace (o como lo hacía) el PSOE. Así ha sido desde hace décadas hasta la crisis catalana, que constituyó el mayor error de Rajoy —lento en reaccionar, romo en creatividad política, inhábil en el discurso y miope en el cálculo de consecuencias—. Luego accedió al liderazgo de los socialistas Pedro Sanchez, al que Herrero y San Miguel definen en su glosario con propiedad como un “suceso”. Con él al frente del PSOE, la derecha democrática no puede ni intentar siquiera una aproximación que reponga la institucionalización del Estado porque el objetivo del secretario general del PSOE ha sido combatirla de forma un tanto ladina: engordando a sus adversarios. Sin él, podría ser posible y preferible, antes que la formación de un bloque alternativo al actual gobernante, una gran coalición, según el modelo alemán, por tiempo razonable y con un programa de emergencia. Pero con él al frente del PSOE no habría otra opción que la confrontación democrática desde la convicción. Sin cordones sanitarios a la ultraderecha, hasta que no se impongan, con la misma vara de medir, a la ultraizquierda.
A la izquierda que lo está al lado siniestro del PSOE no le interesa esa transversalidad porque la margina y Sánchez no tiene credibilidad ni siquiera para intentarla. Pero si por primera vez en 40 años ha sido posible un Gobierno de coalición izquierdista, debiera serlo también entre los dos grandes partidos, superando la situación actual. La gran funcionalidad de esta fórmula consistiría en dejar a ambos márgenes a los partidos extremistas, sumar mayorías parlamentarias suficientes para reformar la Constitución —es imprescindible hacerlo en varios de sus aspectos, algunos tan sustanciales como el Título II y el Título VIII para cerrar las competencias y nominar a todas las comunidades autónomas— y abordar políticas económicas que enhebren lo mejor de las liberales con las socialdemócratas.
El PP debe trabajar con ese objetivo último y mientras tanto sustituir la reacción por la convicción y la táctica por la estrategia. Ha conseguido territorializarse con arraigo en Madrid, Andalucía, Castilla y León, Galicia y Murcia, pero tiene que aspirar a establecer un modelo de relación con Vox que aproxime ese partido a sus tesis y no a la inversa, sobre la base de que esa colaboración que ahora se produce es tan comprensible por lo menos —si no más— que la que emplea el PSOE y Sánchez para desenvolverse en el poder con el PCE (antes Podemos), ERC y EH Bildu.
La ausencia de complejos ante una izquierda revisionista y con la piqueta golpeando en los pilares constitucionales no es un llamamiento al tremendismo, sino a la defensa de unas convicciones en términos parlamentarios, de comunicación política, y de gestión allí donde la derecha ostenta el poder y tiene megafonía. Así se construye una alternativa proactiva. Lo que podría suponer que en las próximas elecciones la derecha regrese al poder no porque pierda Sánchez y el PSOE —movimiento reactivo—, sino porque resulte más seductor la España que ofrece —movimiento proactivo— que la que perpetra la actual mayoría en el Congreso, que ha entrado, desde la negociación de los presupuestos de 2022, en una dinámica bucanera a la búsqueda del botín identitario con un desgarro de los principios de igualdad y ciudadanía difícilmente reparables.