Ignacio Valera-El Confidencial
Más allá del gesto impostor y la palabra hiperbólica, empeñarse en celebrar el Consejo de Ministros en Barcelona fue una imprudencia por partida triple
A todos los presidentes de la democracia, desde Suárez hasta Rajoy, les pasó alguna vez por la cabeza la idea de hacer un Consejo de Ministros en Barcelona. Quizá todos hallaron en su día alguna buena razón para no hacerlo, pese al efectismo de la imagen. Ni siquiera lo intentó Felipe González durante los Juegos Olímpicos de 1992, que eran una ocasión pintiparada. Franco, sin embargo, lo hizo en ocho ocasiones.
Cabe preguntarse por qué ha dado ese paso el gobierno más débil en el momento más peligroso: cuando Barcelona es objetivamente la ciudad más conflictiva de España (y, probablemente, de Europa). Cuando el interlocutor institucional resulta ser un pirómano de la política que, además, carece de autonomía porque lo teledirigen desde Waterloo. Cuando está a punto de iniciarse un juicio trascendental y potencialmente explosivo. Cuando se ha borrado todo rastro de consenso con las otras fuerzas constitucionales. Cuando dentro del propio partido del Gobierno cunden las dudas y el temor.
A finales de noviembre Pablo Iglesias habló con Puigdemont, segunda edición del vis a vis de Lledoners. El fugado le hizo una oferta para que se la transmitiera a Sánchez: negociar los presupuestos a cambio de una cumbre bilateral en Barcelona. Todas las idas y venidas de las últimas semanas arrancan de esa propuesta, y lo ocurrido el jueves y el viernes en Pedralbes y en el Congreso es su plasmación. Un presupuesto a cambio de una foto no parece un mal trato, si no fuera por lo que implica.
Desde el principio estuvo claro que la cuestión en Pedralbes no era el contenido, sino el continente. Todo se concentró en el envoltorio: el hecho, el lugar y la circunstancia. Tanto los que babean ante el gesto de acudir a parlamentar a la zona cero como los que se rasgan las vestiduras y gritan traición a España ignoran por completo lo que allí se dijo –si es que se dijo algo-, y maldito lo que les importa.
Más allá del gesto impostor y la palabra hiperbólica, empeñarse en celebrar esa reunión del Gobierno en Barcelona fue una imprudencia por partida triple.
Fue imprudente porque se puso innecesariamente en peligro la seguridad pública. Una ciudad en estado de sitio. 9.000 policías en la calle, armados hasta los dientes. Vacaciones anticipadas en los colegios. Los ciudadanos, temerosos de salir a la calle. Muchos comercios cerrados y el centro urbano convertido en una jaula. La estación y el aeropuerto, bloqueados. Las carreteras, cortadas. Los matones de los CDR y GAR “apatrullando” la ciudad, dispuestos a todo.
El jueves y el viernes se crearon en Barcelona las condiciones para que ocurriera una desgracia pero nada indica que eso importara a la hora de decidir
Un gobernante sensato se lo habría pensado mucho antes de provocar una situación semejante. No se juega con la seguridad de las personas por un capricho político o por una maniobra táctica. El jueves y el viernes se crearon en Barcelona las condiciones para que ocurriera una desgracia (por no hablar del coste económico de parar una ciudad en plena navidad), pero nada indica que eso importara en el momento de la decisión.
Fue también imprudente porque quedó meridianamente claro, y ese fue el principal triunfo de los secesionistas, que el Gobierno de España tenía que implorar su consentimiento para poder materialmente celebrar su reunión. Sin la tolerancia de Torra, el Consejo de Ministros en Barcelona habría sido físicamente impracticable. Eso sucede porque, como Rubalcaba dijo en su día, España se ha ido de Cataluña mucho antes de que Cataluña planteara irse de España.
Funciona entre el Gobierno de Sánchez y el de Torra algo parecido a un pacto feudal: tú no haces cosas groseramente ilegales, me apoyas en Madrid y, a cambio, gobiernas a tu antojo en tu territorio. La consecuencia de ello –que no empezó con Sánchez, pero con él se ha consumado- es que para que el Estado pueda hacerse presente allí necesita obtener un salvoconducto del cacique.
¿Qué hizo Torra? Primero, preparar un ambiente hostil para dejar claro que los forasteros no eran bienvenidos. Segundo, ordenar que se abriera un angosto pasillo entre policías y hostigadores para que Sánchez y sus ministros transitaran del hotel a la Casa Llotja de Mar (convertida en bunker infranqueable para los de fuera, pero también para los de dentro). Y tercero, pasar al cobro la factura política.
Una cosa es suscribir las tesis nacionalistas en una declaración periodística y otra plasmarlas en un documento oficial
Lo más oneroso de esa factura no estuvo en la foto, ni siquiera en las serviles declaraciones de Sánchez a La Vanguardia: “Torra es una persona a quien le gusta el diálogo y que rehúye el conflicto, y eso es de agradecer” (¡Carajo!) Estuvo en el comunicado oficial que aceptó suscribir, plagado de conceptos tomados del vocabulario secesionista.
Han proliferado exégesis y comentarios de texto del engendro conjunto. En mi opinión, lo más inquietante está cuando se vincula la solución del conflicto a “una propuesta política que cuente con un apoyo amplio en la sociedad catalana”.
Esa formulación afecta de lleno al debate de fondo que mantenemos desde hace años: si la “propuesta política” para el problema de Cataluña depende sólo de la voluntad de los catalanes, como defienden los nacionalistas, o de la de todos los españoles, como siempre han defendido los constitucionalistas (incluido el PSOE, hasta ayer). Una cosa es suscribir las tesis nacionalistas en una declaración periodística y otra plasmarlas en un documento oficial que se presenta con la pretensión de marcar el rumbo de la solución.
Sánchez opone a la unilateralidad de los independentistas su propia unilateralidad
Por lo demás, ese comunicado se cualifica más por las ausencias en su texto que por las presencias. En él está ausente la sociedad española, que, según parece, no tiene nada que decir en este asunto; también lo están la Constitución y el Estatuto; y no existe la Cataluña no nacionalista. Según parece, es suficiente que Sánchez se ponga de acuerdo con los independentistas para que la solución se abra paso. Además de un error, es un enorme embuste.
Un Gobierno español que se propusiera seriamente abordar el problema de Cataluña desde el marco constitucional (incluso para reformarlo), se sentaría a dialogar en primer lugar con las fuerzas políticas constitucionales del Parlamento español. También con los partidos que defienden la Constitución y el Estatuto en Cataluña. Sólo desde una posición compartida en ese espacio podría ser efectiva una negociación con el independentismo. Lo demás es hacer piruetas.
Pero Sánchez opone a la unilateralidad de los independentistas su propia unilateralidad: pretende hacer creer que resolverá en solitario lo que tendría difícil arreglo incluso estando todos juntos. Lo que viene siendo un timo.