Santiago González, EL MUNDO, 2/5/12
Para la imagen de la Corona habría sido mucho más ventajoso casar a la segunda Infanta con un futbolista. Urdangarin jugaba al balonmano con el número 7. Si comparan ustedes sus ingresos, no ya con los de Cristiano, que también lleva una camiseta con el 7 en el equipo que va para campeón de Liga, sino con Villa, que tiene ese número en el Barça –aún de baja–, verán que no hay color; es otra pasta, otro prestigio. Los futbolistas son los aristócratas del deporte. Uno puede ser un artista del voley- playa o del balonmano, pero su virtuosismo no cotizará tanto ni gozará de tanto prestigio social como un crack del fútbol.
«El corazón tiene razones que la razón desconoce», escribió Blas Pascal, y la Infanta Cristina optó por un jugador de balonmano, que además pertenecía a una familia de nacionalistas vascos. La cosa chocó un poco en su día, aunque no entiendo por qué. Después de todo, el nacionalismo siempre había aspirado al pacto con la Corona, aunque lo que hicieron con Urdangarin más bien era un endoso: desde que se empezó a airear el caso Nóos, los nacionalistas empezaron a tratarlo no como a uno de los nuestros, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, sino como a un Borbón sobrevenido.
Era inevitable que Urdangarin respondiera a una lógica de clase. Imputado en un caso de corrupción con muchos sumarios de apoyo, ha optado por la ética y la estética de la pequeña buguesía a la que no ha dejado de pertenecer y ha ido de un pacto personal con la Corona, que el nacionalismo vasco no había podido concretar, al pacto con la Justicia que se está perfilando en las portadas de los diarios.
A todo el mundo le parece bien que devuelva el dinero. A mí también, faltaría más. Tal como están nuestras cuentas públicas no sería una mala operación que todos los procesos por casos de corrupción se saldaran con la devolución de todo el dinero público malversado a cambio de una condena que rozara los dos años, lo suficiente para eludir la cárcel. Aumentarían los ingresos y disminuiría el gasto que los penados causan a las arcas públicas con su manutención. En este país tan acostumbrado a las amnistías fiscales, tampoco deberíamos hacer aspavientos por una condena moral que refuerza las políticas de austeridad.
Es lo que tienen los himeneos morganáticos, que someten a la Monarquía a la razón de la clase media. Bueno, no de toda. Camps, que tiene pujos aristócratas, tuvo la op- ción de admitir su culpa por los trajes, pagar una multa y verse libre del molesto engorro de sentarse en el banquillo. Se negó y fue absuelto, de momento.
La Casa Real se ve en una tesitura complicada. Para el yerno del Rey, entrar en prisión debería ser sólo un detalle, nada importante frente al hecho de confesar abiertamente el deshonor y el delito y algo mucho más irrelevante frente al chantaje con que su cómplice, Diego Torres, lo contamina, al amenazar a la Fiscalía con hacer públicos otros 200 correos electrónicos, que implicarían a la Infanta Cristina y al propio Rey. Son cosas que pasan por no tener las amistades adecuadas. Lo escribió Raymond Chandler en El sueño eterno.
Santiago González, EL MUNDO, 2/5/12