José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 19/7/12
La crisis económica hacía inteligible que Rajoy se distanciase emocional y efectivamente de la arquitectura autonómica
En su momento describí en La Vanguardia el discurso de investidura de Mariano Rajoy como postautonómico, porque el presidente del Gobierno se refirió entonces, y sigue haciéndolo ahora, a las comunidades autónomas como demarcaciones administrativas, driblando así las cuestiones político-constitucionales que algunas de ellas planteaban, singularmente Catalunya. La crisis económica, que marca unas prioridades urgentes en la agenda gubernamental y de los partidos, hacía inteligible que Rajoy se distanciase emocional y efectivamente de la arquitectura autonómica e intentase simplificarla con medidas estandarizadas. La operación comenzó con la reforma del artículo 135 de la Constitución (agosto del 2011), sin que en la misma participasen los partidos nacionalistas; ha continuado con la ley orgánica de estabilidad presupuestaria, que otorga facultades de intervención autonómica al Gobierno central, y ha culminado con una sesión, el jueves pasado, del Consejo de Política Fiscal y Financiera en la que Montoro no estuvo a la altura de las circunstancias. El hecho de que Castilla y León y Extremadura, ambas regidas por gobiernos del PP, se abstuviesen de respaldar los planes de Hacienda sobre los déficits de las comunidades y sobre la asignación de la recaudación del IVA incrementado al Estado, es elocuente de la tensión que se ha generado, de nuevo, entre el centro y la periferia.
En la actitud gubernamental hay cierta arrogancia pero también consciencia de que la opinión pública en general -apoyada por los criterios del FMI y de la propia UE- ha culpabilizado a la estructura autonómica de gigantismo e ineficiencia y que su deconstrucción es una condición necesaria para erradicar el déficit primario que padece el Estado español. Mientras, CiU ha venido colaborando con el Ejecutivo en la aprobación de las medidas de ajuste y el Govern de la Generalitat ha sido pionero en las políticas de austeridad. Sin embargo, las opiniones de la mayoría de los catalanes y de la mayoría del resto de los ciudadanos, diferían. El sentimiento de agravio en Catalunya receba la aspiración independentista y la crudeza de la crisis atiza en general la idea de que las autonomías son culpables de la insostenibilidad del Estado. Por eso, ayer el president Mas llamó a un plante autonómico ante el Gobierno apelando «al Estado compuesto» que es España y, por eso, hoy, CiU no respaldará el ajuste gubernamental en el Congreso. La ruptura -que pronto tendrá réplica en Catalunya con el PPC- es el resultado de una divergencia radical sobre el funcionamiento del Estado, de una interiorización de agravio en Catalunya y del cálculo desde CiU de que este Gobierno se encuentra en una situación terminal. Da la impresión de que la ruptura conviene, por distintos motivos, a unos y a otros. El actual statu quo español no es sostenible y desembocará antes pronto que tarde en una suerte de intervención ad hoc que comportará una fuerte convulsión política que afectará a la morfología del Estado. Ante ese escenario, todos quieren tener las manos libres. La ruptura entre el PP y CiU, por eso, está llena de lógica porque el futuro no es en absoluto previsible y sí demasiado volátil.
De Piqué…
Se habla intensamente de una crisis de Gobierno en otoño, si antes no se produce el cataclismo interventor que muchos propugnan, algunos desean y la mayoría de observadores cualificados contempla como inevitable. Pero si Rajoy alumbra un nuevo gabinete, se da por supuesto que esta vez dispondrá de un vicepresidente económico. Muchos dedos apuntan a Josep Piqué. Tiene experiencia política de envergadura, es economista y empresario y es catalán. O sea, aúna muchas indicaciones y muy pocos inconvenientes. Las empresas le echan de menos.
… a García-Margallo
Pero también el actual ministro de Exteriores está en la quiniela. Con menos intensidad pero con una suerte de argumentos que en Madrid se denominan marianistas que tienen que ver con la confianza, la proximidad y la amistad con el presidente. El caso más claro de designación marianista es el de Cristóbal Montoro, un buen catedrático, un dialéctico manifiestamente mejorable y un político al que le pierden la altanería y el creerse dotado para la ironía y el humor. Margallo es del estilo de Montoro. Tiende a provocar opiniones muy contradictorias sobre su estilo político y su capacidad gestora. En cuanto a sus habilidades diplomáticas, sigue sin estrenarse.
José Antonio Zarzalejos, LA VANGUARDIA, 19/7/12