EL MUNDO – 14/06/16 – NICOLÁS REDONDO TERREROS
· El estrés electoral, según el autor, no debería llevar a los partidos del sistema a basar su futuro próximo en el éxito de formaciones que nos amenazan con la viejísima tendencia española de volver a empezar.
Los consensos en España son especialmente débiles. Por el contrario, las bases de convivencia política de los países de nuestro entorno son sólidas e indiscutibles al ser la decantación de su historia, en ocasiones suave; en otras violenta. En España no hemos tenido esas bases comunes de convivencia, siempre debatiendo entre una España satisfecha con lo que era y otra siempre dispuesta a empezar desde cero. Una España alérgica a todo lo nuevo, petrificada, en lucha continua contra el inevitable y desconocido futuro, mientras sentía que luchaba contra todos y contra todo. La otra, permanentemente dispuesta a asaltar el cielo, que ha preferido las revoluciones a las reformas, los esfuerzos heroicos a los esfuerzos continuados. Ambas ajenas a las razones del adversario, empeñadas en una apuesta a todo o nada, siempre dispuestas a derrotar más que a convencer. Esa interpretación agonal de la historia ha convertido todo en motivo de confrontación interna.
El sistema del 78 se basó en una impugnación a esas dos Españas fratricidas, al gerracivilismo español, que no debemos circunscribir a los años 30 del siglo pasado. En España los denominadores comunes para convivir como ciudadanos han sido el producto de la voluntad de una generación escarmentada por la Guerra Civil y la larga dictadura franquista.
La diferencia entre las sociedades vecinas y la nuestra reside en los distintos resultados que originan, por un lado, el acto de voluntad de la sociedad española después de la muerte del dictador; y, por otro, el que nace en los países de nuestro entorno por la fuerza de sus respectivas historias. Si en las naciones vecinas los denominadores comunes han adquirido la fortaleza que poseen todas las costumbres , en España la fragilidad es su característica más acusada, como la de todas las realidades sociales que ha producido la razón, necesitadas de un tiempo histórico y de una lealtad crítica para consolidarse que en España no han tenido. Si nuestros vecinos no han dudado de las bases que han permitido su progreso continuo hasta los inicios convulsos del siglo que vivimos, en España todo estaba y está en cuestión, todo es motivo de enojado debate público.
No soy un militante del pesimismo español. Creo que mantenemos diferencias con nuestros vecinos como existen y muy apreciables entre ellos; al fin y al cabo, todos somos el producto de nuestra propia historia. Lo que nos distingue no son los problemas que nos acechan, sino la fuerza política, los recursos institucionales para resolverlos o por lo menos enfrentarlos. Las bases políticas mínimas para la convivencia de ciudadanos que, legítimamente, defienden posiciones distintas, nacidas de su propia historia, generan un hábito de defensa, de protección que no tienen las producidas voluntariamente por la razón.
Ellos acuden mayoritariamente, con un cierto automatismo que supera los patriotismos de partido a la defensa de lo que les une. Nosotros no sabemos bien lo que es común y superior a cada uno de nosotros. Si en nuestros lares ha aparecido con fuerza un populismo de extrema-izquierda que rechaza el sistema y pretende volver a empezar desde cero, en Francia el populismo que combate los principios republicanos –con el pretexto de volver a un pasado mejor, más francés– es de extrema-derecha. Si nosotros soportamos tensiones nacionalistas en Cataluña y en el País Vasco, en Gran Bretaña el independentismo escocés acapara toda la representación en el Parlamento de Londres y se apresta a una nueva batalla que incline hacia el lado independentista la voluntad de la sociedad escocesa. Por su parte, en Alemania las expresiones de la extrema derecha xenófoba hacen peligrar el monopolio del centro derecha democristiano.
Los países de nuestro entorno sufren su propia crisis y la de identidad de la UE con una intensidad muy parecida a la que nos provoca a los españoles nuestros quebraderos de cabeza…. ¡No sólo nos pasa a nosotros! ¿Pero, cuáles son las diferencias entre esos países y el nuestro? En Francia el pacto republicano entre la derecha y la izquierda expulsa a la extrema derecha de la vida política; en Gran Bretaña ante el empuje de los independentistas escoceses los tres partidos del sistema se unen alrededor de la proclama Better Together. La gran coalición en Alemania presta seguridad a la mayoría de los alemanes ante el incremento de las fuerzas anti-europeas. Sin embargo, en España no existe un núcleo constitucional indiscutible que atraiga, sin matices y cuestionamientos, la defensa de los grandes partidos nacionales.
La fragilidad de los denominadores comunes, que provoca la continua disputa sobre lo esencial, siempre ha hecho imposible que las instituciones gocen de la confianza suficiente para garantizar, en la medida que cabe hacerlo, la derrota de los adversarios del sistema o por lo menos que lo intenten. La división social y política, unida a la fragilidad institucional, mantiene una incapacidad permanente para solucionar los retos que plantea una sociedad compleja como la española. Ni la amenaza de secesión de Cataluña, ni la amenaza para el sistema del 78 que supone Podemos, ni las crisis migratorias originadas en el norte de África, ni la crisis económica o el paro sin igual en Europa han suscitado la necesidad de políticas consensuadas.
Después del 20-D, los políticos han sido incapaces de encontrar acuerdos de gobierno y consensos que permitan fortalecer el sistema con las reformas que sean necesarias. El PP, enrocado en la defensa de su líder e incapaz de comprender que no sólo estaba en cuestión su gobierno, sino que corría peligro el propio sistema. El PSOE, sin darse cuenta del peligro que para ellos mismos y para el sistema del 78 suponía Podemos, ha dejado la iniciativa política en el ámbito de la izquierda al partido morado. Si alguien piensa que es inevitable que mejore el comportamiento de nuestros políticos, debe tener en cuenta que, llegados a determinado punto, es más fácil empeorar y seguir cayendo por la pendiente, que mejorar. Los experimentos sociales de la humanidad fracasados fueron sufridos por bienintencionados que creyeron que el desastre nunca iba a llegar.
Pero sigue siendo posible encontrar soluciones razonables que vigoricen la vida política española, que la eleven del vuelo raso y mediocre que la ha caracterizado estos últimos años. Si pudimos hace poco más de un cuarto de siglo, podemos hoy y podríamos mañana si se plantearan los mismos problemas. Si los políticos españoles debieron de haber sido capaces de formar Gobierno después del 20-D, con más razones deben formar un Gobierno estable pasado el 26-J. El inevitable estrés electoral no debería llevar a los partidos del sistema a basar su futuro próximo en el éxito de formaciones que nos amenazan con la viejísima tendencia española de volver a empezar. Tampoco deberían hacer cálculos postelectorales mirando a esos partidos que basan su política en una impugnación general a todo lo realizado desde 1977. Rajoy cometerá su primer error durante la campaña electoral si cree que puede beneficiarse fortaleciendo a Pablo Iglesias, Pedro Sánchez erraría si piensa apoyarse en Podemos para gobernar; en ambos casos estaríamos en el principio del fin del sistema.
El Gobierno entrante debería estar comprometido con una Agenda Política de Reformas pactada, porque lo que corre peligro es la herencia que recibimos de nuestros padres. Unos no quieren creer en el peligro que supone para la sociedad española una política que nos vuelva a dividir, que devuelva el fantasma guerracivilista de las dos Españas; otros creerán que el peligro es fácilmente evitable. Los primeros se equivocan, los segundos se engañan. El margen es estrecho por la mala cabeza de ambos y por las circunstancias, pero nadie pensó nunca que la política fuera un oficio fácil. Los ciudadanos podemos pedir a los políticos con nuestro voto que hagan política sin mirar a su parroquia. Ellos se deben obligar a buscar lo que nos une, a ceder el patriotismo de las siglas y los comprensibles intereses personales en favor de pactos nacionales que convoquen a la mayoría a recordar los errores de nuestra historia y los aciertos de nuestro más reciente pasado. ¿Sabrán interpretar correctamente los peligros que corremos y las oportunidades que se nos presentan?
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.