José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Un discurso debe ser oportuno, sostenerse en una idea vertebral, emplear palabras adecuadas y provocar empatía. Los ‘speechs writers’ de Sánchez deberían recordar a Lincoln

Las intervenciones televisivas del presidente del Gobierno, seguidas de preguntas de los periodistas, son insoportablemente largas, reiterativas y confusas. No responden —al menos, eso podría parecer— a otro propósito que el de ocupar un espacio en la radio y la televisión. Se producen a una hora inconveniente, se anuncian en determinado horario y suelen retrasarse y, al final, no logran su propósito si es el que se les supone: comunicar mensajes, informaciones y criterios, y hacerlo en una situación de crisis.

Cuesta creer que Pedro Sánchez y sus muchos colaboradores en la Moncloa no reparen en que esas larguísimas parrafadas se están convirtiendo en un hábito que por su factura las desactiva, que por su frecuencia y duración las priva de mayor valor, y que por la heterogeneidad de sus mensajes las remite a un desconcierto de ideas, de modo que cuando el jefe del Gobierno termina su disertación, es difícil colegir qué es lo importante y lo accesorio en lo que ha pretendido transmitir.

Un discurso debe ser oportuno, sostenerse en una idea vertebral, emplear palabras adecuadas para trasladarlo y provocar empatía emocional en los que lo escuchan. Los ‘speechs writers’ de la Moncloa —se supone que algunos avezados en la formación de portavoces y expertos en comunicación política y de crisis— elaboran textos para el presidente que no se corresponden con las mejores habilidades del orador. Pedro Sánchez es un hombre frío y, sin negar en absoluto el sentimiento que le produce la tragedia, no dispone de habilidades para provocar vibraciones de emotividad.

Por otra parte, los redactores de sus discursos mezclan sin acierto los criterios de la argumentación. A veces toman préstamos de textos churchillianos que apelan a la resistencia; otras, se inspiran en ideas kennedyanas que animan a un patriotismo generoso y sin contrapartidas. Hay que descartar que Pedro Sánchez —con las semanas de confinamiento que quedan por delante— aspire a emular una suerte de ‘charlas’ al estilo de Franklin D. Roosevelt.

Esta falta de esquema seguro en la articulación de los textos y de su extensión provoca desconcierto, primero, y hartazgo, después, porque el presidente parece renunciar a una brevedad directa, que impacte en los oyentes y espectadores y genere seguridad y certeza, que es exactamente lo que necesitamos todos en estos tiempos convulsos.

Es lógico que el jefe del Gobierno tenga una presencia mediática (sin olvidar la que ya le reportan las retransmisiones de sus intervenciones parlamentarias), pero si no la ajusta a parámetros de eficacia dialéctica (la que sea más ajustada a sus registros), se estará reduciendo su ya estrecho margen de credibilidad. Por otra parte, una pléyade de ministros y cargos diversos aparece todos los días para dar cuenta de lo que los medios de comunicación ya recogen, creándose así un ambiente informativo sofocante.

En la historia, no ha habido un discurso ni más eficaz, ni más recordado ni más ceñido al acontecimiento que el de Abraham Lincoln. Lo pronunció el 19 de noviembre de 1863 en la conmemoración de la batalla —decisiva— de Gettysburg. Su intervención duró dos minutos y se compuso de 272 palabras, y la clase dirigente del país lo recita de memoria. Su texto fue el siguiente:

“Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales”.

“Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como último lugar de descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa”.

“Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, los que debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que aquellos que aquí lucharon hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que, de estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida completa de celo. Que resolvamos aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.

Nadie recuerda las 13.000 palabras (dos horas de intervención) del orador que le precedió, Eduard Everett, tenido por uno de los grandes del país. La eficacia dialéctica de Lincoln resultó fulminante. Su discurso está cincelado en piedra en el monumento memorial del presidente en Washington. Condensó en tres párrafos ideas de universal validez. De tanta validez que si, con ligeras adaptaciones, las pronunciase hoy Sánchez, tendrían una rabiosa coherencia con la actualidad.