GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA -El Correo

   El acuerdo supuso un punto de inflexión al unir a los demócratas para combatir de forma coordinada el proyecto totalitario que intentaban imponer los violentos

En 1987 ETA asesinó a 52 personas: 21 de ellas en el atentado en el centro comercial de Hipercor (Barcelona) y otras 11 en el de la casacuartel de Zaragoza. Sin embargo, en vez de doblegar a la democracia, el terrorismo indiscriminado tuvo efectos que no esperaban ni ETA ni su brazo político. 

El primero de ellos fue la desafección del independentismo catalán y de la extrema izquierda de toda España, que habían apoyado la campaña de la coalición Herri Batasuna en las elecciones europeas de aquel año. Tras la matanza de Hipercor, las relaciones entre los ultranacionalismos vasco y catalán se deterioraron, lo que se tradujo en una pérdida de votos en los siguientes comicios europeos. 

Aquel atentado también fue criticado por un sector de la autodenominada ‘izquierda abertzale’. Txomin Ziluaga, secretario general de HASI, el partido que nucleaba HB, sugirió a los terroristas que se tomaran «unos meses de vacaciones». Como castigo, ETA decretó la purga de Ziluaga y sus partidarios. Se hizo un silencio sepulcral: los disidentes permanecieron mudos. Todos recordaban a Dolores González Katarain (Yoyes), asesinada el año anterior. 

La tercera y más importante consecuencia de las masacres de Barcelona y Zaragoza fue la gestación de los pactos contra la violencia de Madrid, Ajuria Enea y Navarra. De forma involuntaria, ETA había creado el clima propicio para la alianza de las formaciones democráticas, que hasta entonces habían dado muestras de constante división. 

El 12 de enero de 1988 se materializó el ‘Acuerdo para la pacificación y normalización de Euskadi’, más conocido como Pacto de Ajuria Enea. Tras muchos días de arduas negociaciones, fue ratificado por los partidos vascos de índole democrática (PNV, PSE, EA, EE, AP y CDS), a los que posteriormente se adhirieron UA, EuE y EB/IU. El texto establecía la ilegitimidad del terrorismo para fijar la agenda política, revalorizaba el Estatuto de Gernika y admitía la posibilidad de un final dialogado de la violencia, respetando «el principio democrático irrenunciable de que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes legítimos de la voluntad popular». Entonces, ¿de qué cabía hablar con ETA? Según el documento, de «las vías de reinserción». Poco más. Como colofón, se solicitaba al lehendakari José Antonio Ardanza, uno de los principales artífices de aquel hito, que continuase «liderando el proceso en aras de la total normalización del país». De ahí surgió la llamada Mesa de Ajuria Enea, un organismo para análisis conjuntos y para consensuar una estrategia global. 

El Pacto de Ajuria Enea supuso un punto de inflexión en la historia de Euskadi. Superando las tradicionales divisiones identitarias (nacionalistas/no nacionalistas) o de clase (izquierdas/derechas), el texto sirvió para unir a los demócratas, que por fin podían actuar de manera coordinada frente al proyecto totalitario que intentaban imponer los violentos. Se deshizo su coartada: el problema nunca había sido un supuesto «conflicto» étnico entre vascos y españoles, sino ETA, que impedía a los propios vascos vivir y convivir en libertad. 

Dicha libertad ya estaba siendo ejercida por grupos como Denon Artean y Gesto por la Paz, que se manifestaban en silencio después de cada asesinato, así como para pedir la libertad de las personas secuestradas por la organización, como Julio Iglesias Zamora, José María Aldaia o Cosme Delclaux. El Pacto de Ajuria Enea sirvió de ‘paraguas’ al incipiente movimiento pacifista. 

El nuevo contexto propició el fin de la legislación antiterrorista extraordinaria, la aprobación de la política de dispersión de los presos de ETA, que buscaba alentar su desvinculación de la banda, y una estrategia policial mucho más selectiva y efectiva. El 29 de marzo de 1992 la cúpula de ETA fue detenida en un caserío de Bidart. Sus sustitutos corrieron la misma suerte. La banda entró, en palabras de Florencio Domínguez, en «la más grave crisis de su historia». No solo había perdido a su equipo dirigente y sus comandos operativos, sino que se había desvanecido el mito de que la organización era indestructible. Tanto en el Gobierno como en la desmoralizada ‘izquierda abertzale’ se abrió paso la idea de que era posible la derrota policial y judicial de ETA, como efectivamente ha ocurrido. 

No es de extrañar que los terroristas y su entorno considerasen el Pacto de Ajuria Enea como una amenaza. Según un informe de HASI, se estaba asistiendo a «una potente ofensiva del enemigo, a su reagrupamiento y relanzamiento de sus baterías contra el MLNV». ETA advirtió de que el acuerdo suponía «un peligroso deslizamiento hacia el enfrentamiento civil». Desde luego, por medio de sus atentados, la banda se empeñó en que así sucediera. 

Ahora bien, el Pacto no naufragó por culpa del ultranacionalismo, sino de sus propios promotores. Los partidos fueron incapaces de gestionarlo de una manera eficaz y consensuada, como se vio en el caso de la autovía de Leizarán (1992). Aparecieron las grietas y, tras el Pacto de Estella (1998), se abandonó la dicotomía entre demócratas y violentos para volver a la de nacionalistas contra no nacionalistas. Y en aquel momento, con esa división sectaria, se enterró el Pacto de Ajuria Enea y las esperanzas que había generado.

GAIZKA FERNANDEZ SOLDEVILLA  es HISTORIADOR, CENTRO PARA LA MEMORIA DE LAS VíCTIMAS DEL TERRORISMO