EL MUNDO 20/09/14
ENRIC GONZÁLEZ
EN 1982, hace ya más de treinta años, Félix de Azúa publicó un artículo titulado Barcelona es el Titanic. El artículo hizo fortuna. Decía que Barcelona estaba haciéndose mezquina, aburrida, que sus noches eran cada vez más breves, que una tristeza de perdedores de la Liga iba amparándose de las Ramblas. Y que se extinguía poco a poco la ironía, la gran virtud de los catalanes esclarecidos. Cualquiera diría, desde una cierta distancia, que Félix de Azúa se equivocaba.
Desde los Juegos Olímpicos de 1992, Barcelona se ha convertido en un icono internacional. Tiene muy potente eso que llaman marca. Millones de turistas y multitudes de erasmus parecen confirmar que Barcelona es una fiesta.
Yo creo que Félix de Azúa acertó de lleno. Y que el naufragio ocurrió hace tiempo.
Sin entrar en cuestiones vecinales como el descontrol de los pisos turísticos, la tiranía de las bicicletas o la estúpida remodelación de la Diagonal, hay algo que caracteriza a la Barcelona de hoy: la falsa tolerancia. Sí, es fácil fumar porros y se puede ir por la calle en pelota picada. Pero eso es una tolerancia superficial. Barcelona se ha quedado sin discusiones, sin polémicas, sin la bronca (no me refiero a quemar contenedores) imprescindible para que prenda la creatividad. Barcelona se ha atascado en el presente, en una especie de ensoñación del pensamiento único, en una narcosis a la que han contribuido muchos factores. El unanimismo, uno de los efectos secundarios de la cuestión catalana, ayuda lo suyo. Como la criba lingüística. Hay más factores: la corrupción, la hegemonía de una casta económico-social que se renueva aún menos que la madrileña, la desaparición del obrerismo (uno de los viejos rasgos de la identidad barcelonesa) y un novedoso rechazo hacia la provocación.
La Barcelona de hoy, cosmopolita en el mismo sentido en que lo son Lloret de Mar o Cancún, exhibe su postración desde el ayuntamiento. Dudo que muchos lectores, salvo los catalanes, sepan quién es el alcalde de esta ciudad tan famosa. Se llama Xavier Trias, milita en Convergència, ejerce como financiador de la Generalitat gracias a las arcas locales y ha conseguido que parezcan buenos los dos alcaldes anteriores, ambos socialistas y ambos mediocres. Barcelona ya no es ni el Titanic. El Titanic, al menos, es un tema interesante.