RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL

  • La mejor defensa de la Carta Magna consiste en que hacen falta dos tercios para retocarla, pero el acoso va a ser intenso, y el papel del TC, también
No hace tanto tiempo —apenas cinco años— que el diputado ‘abertzale’ Sabino Cuadra procedió a destruir un ejemplar de la Constitución en la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados. Se trataba de escenificar el rechazo al texto sagrado de la Transición y de trasladar la ‘kale borroka’ al templo parlamentario, pero la bravuconada ha adquirido el valor de una premonición. Porque los compadres de Cuadra ya forman parte de la cuadrilla de Sánchez. Y porque la Constitución puede terminar convirtiéndose en un libro prohibido y maldito.

Se explica así la extemporaneidad de la fiesta que la consagró ayer. Los actos oficiales han degenerado en un trámite, en una incomodidad. Y no solo por las restricciones sanitarias del coronavirus, sino porque los principales detractores de la Carta Magna ocupan ministerios e instituciones. Recelan de la monarquía parlamentaria y del Rey, abjuran del principio de solidaridad territorial y aspiran a desguazar la Constitución para que la parodia resultante pueda reconocer el referéndum de autodeterminación y predisponga el advenimiento de la III República.

La prueba está en que Pablo Iglesias se jacta de haber propiciado un nuevo orden plurinacional. Gabi Rufián sostiene que la aprobación de los Presupuestos arrastra un cambio en el centro de gravedad. Es la manera de convocar el sueño húmedo del referéndum separatista. Y de redundar en la campaña de acoso al texto constitucional. La puta Constitución, para entendernos.

No es Pedro Sánchez el límite a las expectativas rupturistas e iniciativas profanadoras. Él mismo prodiga y estimula la subversión de los camaradas ‘soberatas’ a expensas de las obligaciones institucionales y patrimoniales del PSOE. El límite está escrito, curiosamente, en la propia Constitución: cualquier variación nuclear requiere el consenso de dos tercios.

Los actos oficiales han degenerado en un trámite, en una incomodidad, porque los principales detractores de la Carta Magna ocupan ministerios

Es la garantía que conforta la angustia de Felipe VI, pero también el objetivo que excita a Pablo Iglesias y los amigotes de Sabino Cuadra. Todos ellos creen que debe destruirse la piedra miliar de la Transición española. No ya coordinando una campaña de medio recorrido al amparo de las expectativas que les ha planteado Pedro Sánchez, sino trabajándose unos y otros estaciones intermedias. Ninguna más elocuente que el control indirecto del propio Tribunal Constitucional. La mejor manera de vulnerar la Carta Magna de forma incruenta consistiría en la eventual pasividad de los jueces y en la flexibilidad con que puedan observarse los tabúes. Por eso resulta ahora tan relevante quiénes van a sentarse en la ‘sancta sanctorum’ del TC.

Y por eso es tan relevante quién los nombra y de acuerdo con qué criterios. Se trataría de que los ‘nuevos’ magistrados fueran menos severos que aquellos que tumbaron el Estatut. Y menos ‘impertinentes’ cuando sobrevenga el debate de los referéndums consultivos o vinculantes. No hay manera de arbitrarlos en la Constitución española, pero la presión sobrentiende un ejercicio de interpretación a la altura de las expectativas de quienes aspiran a la Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas.

Habría que abrir en canal la Constitución. Y despojarla del argumento ‘soberano’ de unidad territorial. Por eso los partidos nacionalistas han olido la sangre. La decapitación de los Borbones no aspira tanto a la alternativa del modelo republicano como a la orgía del independentismo y a la balcanización de la propia España en un sindiós geopolítico.

Aquí el problema más bien consiste en la posición de Sánchez. Es el presidente del Gobierno menos monárquico que ha conocido la España democrática. Y el más republicano, como se jactaba de remarcar en los tuits anteriores a su trayectoria presidencial. Salud y república, repetía Sánchez. Y no es cuestión de tomarse al pie de la letra su voluntad regicida, pero está claro que el líder socialista, expuesto a las presiones de los aliados de investidura y titular de sus propias convicciones republicanas, no es el mejor aliado que podría encontrar Felipe VI para transitar del juancarlismo a la nueva etapa de transparencia. Menos aún en tiempos tan frágiles y delicados.

Pablo Iglesias nació el mismo año de la Constitución. Una paradoja o un escarmiento que lo han conducido al propósito de maldecirla como una prolongación blasfema del régimen franquista. El espíritu del 78 o del 77 no sería otra cosa que un pacto siniestro entre el antiguo régimen y la condescendencia de las generaciones posfranquistas. Un contexto pervertido que habría consentido al Rey erigirse en jefe de Estado por unción del caudillo. Y con el ánimo de preservar el linaje biológico sin atenerse a las obligaciones democráticas de las urnas.

Pablo Iglesias nació el mismo año de la Constitución. Una paradoja o un escarmiento que lo han conducido al propósito de maldecirla

Se trata de una teoría bastante popular —primero exhumar a Franco para luego enterrar a los Borbones— y no menos sesgada, cuya frivolidad desdibuja los hitos de la Transición, relativiza el dolor de los años de plomo y ubica el nacimiento de la Historia allí donde una generación comienza a vivirla. El ‘yo no había nacido’ funciona como esquema caprichoso de refutación y como argumento de discordia.

Hace 42 años, el objetivo era alumbrar la Constitución contra todos los obstáculos. En 2020, el objetivo consiste en sabotearla contra todas sus virtudes, cuestionando su principio integrador y la tutela de la unidad territorial de España. La Constitución no emana de la revelación de Dios. Y no horada el granito de las piedras fundacionales, pero Miquel Roca, ponente de la carta de todas las cartas, ya advertía también de los peligros que implican reescribir la Carta Magna. Cambiarla para qué. Cómo. Y cuándo. Con qué sentido. Y con qué peligros. Cambiarla la puede mejorar, pero también la puede estropear, como en una operación de cirugía estética mal hecha que cumple la premonición de Alfonso Guerra en sentido contrario al que él pretendía: a España no va a reconocerla ni la madre que la parió.