- Irán no puede no saber que el próximo objetivo israelí no está ni en Gaza ni en el Líbano; que está en las centrales nucleares iraníes
Un cáncer es tan analizable como el pétalo de una rosa. Nada añade el horror del oncólogo al reglado sistema de sus conclusiones. Ni el contento del botánico a la exactitud de sus clasificaciones. Analicemos. Y dejemos de lado nuestras tristes preferencias.
Ha pasado hoy un año. La nota más diferencial de la matanza del 7 de octubre de 2023 fue su anacronismo. Asombroso. Las palabras «terrorismo», «atentado» o «guerrilla» no dan cuenta específica del hecho: son palabras en las cuales se inviste una retórica de modernidad humanitaria. El terrorista europeo o el guerrillero latinoamericano envolvían sus homicidios bajo la justificación de una retórica universalista: la salvación de las pobres gentes frente a las perversas élites que las desangraban. Su crueldad real debía siempre ser enmascarada bajo ropajes épicos en los que el crimen quedara diluido en acto angélico. El dolor no debía comparecer en escena; sólo la epopeya.
La escenografía de Hamás, hace un año, no tenía nada que ver con tal modelo. Era su contrario. Asesinar a sangre fría a granjeros, deleitarse en abrasar niños o despedazarlos, quemar en sus propios domicilios a familias enteras, desventrar embarazadas, violar a toda mujer presente, es un proceder tipificado: el del pogromo. Tal como lo podemos ver narrado en las matanzas de judíos polacos por los cosacos de Cmielnicki en el año 1648. Las descripciones de entonces encajan milimétricamente con las imágenes de ahora. La crueldad, en un pogromo, no es algo que se oculte o se enmascare. Se exhibe en sus formas más extremas. Además de matar al ser odiado, el pogromo lo reduce espectacularmente a menos que bestia. En las aldeas polacas de 1648, en los kibutz israelíes de 2023. ¿Cómo entender la lógica de eso en una sociedad moderna? Ante todo, distinguiendo planos.
En el 7 de octubre se componen dos vectores primeros: ejecutores y planificadores. De los ejecutores hay poco que decir, porque lo hemos visto todo. Y tampoco es nada demasiado nuevo. La especie de los linchadores está arraigada muy hondo en el cerebro humano. De una masa analfabetizada y mísera es fácil construir una jauría: basta con adoctrinarla; basta con convencer al pobre diablo de que todos sus males desaparecerán, una vez aniquiladas las satánicas fuerzas que cortan su camino al paraíso. Es lo que el islamismo ha inculcado en Gaza durante largos decenios. No hay salvajada antijudía que sus clérigos no hayan proclamado virtud sagrada.
Pero no basta con describir las mecánicas de una horda fanatizada de asesinos. La jauría no tiene por qué saber a qué motivos se atiene ese placer que el dolor ajeno le genera. Lo vive gozosamente: es todo. A los magos de la tribu, que desencadenan el sacrificio, corresponde tener un plan y un objetivo. E imponerlo a través de la furia ciega de sus fieles. Y, en el vértice, la planificación estratégica sólo puede coordinarse en el mando supremo. Que, en el caso de Hamás y de Hezbollah, corresponde al último peldaño de la jerarquía teocrática iraní: la red de clérigos en torno al ayatolá Khamenei.
A diferencia de las partidas de asesinos alucinados que componen Hamás, Irán juega una batalla militar largamente planificada. Y, en lo operativo, muy moderna. El ejército iraní es hoy uno de los más potentes del mundo. ¿Qué buscaba Irán al lanzar a su marabunta en Gaza al pogromo del 7 de octubre? Dos objetivos estratégicos.
El más inmediato, sabotear un inminente acuerdo de relaciones comerciales de Israel con saudíes y emiratos: nadie debería olvidar que, si Israel es el primero enemigo de los ayatolás, el segundo –algunos piensan que el primero– es Arabia Saudí. La operación simultanearía así el sabotaje comercial de los dos países «satánicos». O bien Israel aceptaba la matanza sin respuesta; y, entonces, su vulnerabilidad abriría una brecha a largo plazo suicida. O bien respondía con toda su potencia de fuego para aniquilar a Hamás; y, entonces, toda relación comercial con cualquier país musulmán –ya fuera chií, ya sunní– se volvería impensable.
El segundo momento pondría en juego a la sección de la guardia revolucionaria iraní, que es hoy el único poder real en el Líbano. Ante los ataques de Hezbollah desde el sur libanés, Israel tendría que optar por, o bien abandonar a los colonos de su frontera norte, o bien enredarse en una costosísima guerra de desgaste.
Claro está que Israel poseía fuerza militar para aniquilar a Hamás y dañar gravemente a Hezbollah. Pero eso a Irán le era perfectamente indiferente. Su objetivo era debilitar al enemigo y ganar el tiempo que necesita aún para completar su programa nuclear y dotarse de armamento atómico. Lo demás carecía de relevancia. Irán sacrificaba a sus peones en la zona, para obtener una esencial ventaja en el tablero. Son las reglas del ajedrez de la guerra.
La primera parte le salió a Irán perfecta. Rechazada la devolución de sus ciudadanos secuestrados, Israel no tenía más opción que la de intervenir en Gaza hasta la aniquilación completa de un Hamás parapetado tras la población civil. El coste diplomático ha sido, exactamente como Irán buscaba, inmenso.
La segunda parte ha resultado catastrófica para los iraníes. La mitificada Hezbolá ha resultado estar infiltrada hasta la médula por una inteligencia israelí que ha ido eliminando a su cúpula con precisión no explicable por la sola tecnología. Ejecutar en una semana a dos direcciones sucesivas de una fuerza militar tan estructurada como la del «Partido de Dios» es un éxito de información militar para el cual no existen precedentes.
La trampa parece haberse cerrado ahora sobre los mandatarios mismos de Hezbolá. Irán no puede no saber que el próximo objetivo israelí no está ni en Gaza ni en el Líbano; que está en las centrales nucleares iraníes. Y que eso hace saltar el envite de grado.