Javier Ayuso-El País
El independentismo en Cataluña lleva décadas creando un relato de agravios que sitúa a España como eje de todos los males para los catalanes
«Memorial de agravios: Cataluña es una nación discriminada que no puede desarrollar libremente su potencial cultural y económico. Descubrimiento, constatación, ponderación y divulgación de los hechos discriminatorios, carencias, etcétera, de forma clara, contundente y sistemática. Remarcando la incidencia negativa que esto tiene para el conjunto del pueblo catalán y para cada uno de sus ciudadanos». Este entrecomillado no corresponde a los últimos años, cuando se puso en marcha oficialmente el procés independentista en Cataluña. Es de 1990, cuando el Gobierno de la Generalitat, presidido por Jordi Pujol, encargó a un grupo de intelectuales catalanes un documento titulado La estrategia de la catalanización, que fue presentado ese otoño.
Ese texto, de 20 folios divididos en nueve apartados, supuso el inicio de la creación de un relato del independentismo que sitúa a España como eje de todos los males para los catalanes. Ahí comenzó la construcción de un enemigo de Cataluña. Primero fue «España no nos entiende»; más tarde, «España nos roba»; luego se pasó a «España nos oprime»; y desde el día del referéndum ilegal del 1 de octubre «España nos agrede». Una estrategia clásica en la política y en la guerra de crear un enemigo tan inhumano que solo se puede responder con la destrucción. O ellos o nosotros.
27 años después de presentarse aquel documento, el independentismo ha conseguido movilizar los votos de más de un 40% de los catalanes que fueron a las urnas en las pasadas elecciones autonómicas y de dos millones de ciudadanos que votaron sí a la creación de una república catalana en el referéndum ilegal del pasado 1 de octubre. Unas cifras nada despreciables.
Aunque el referéndum fue a todas luces ilegal, sin garantías democráticas y carente de transparencia, marca la tendencia creciente del separatismo en Cataluña. Un colectivo que se ha duplicado desde 2010 y al que las encuestas auguran un empate técnico con los no independentistas para las próximas elecciones del 21 de diciembre.
Lejos quedan los años de presidencia de Pujol, que se presentaba como el freno al independentismo a cambio de un modelo diferente, o del también presidente Pasqual Maragall cuando decía: “Quiero un Estatuto con alma de Constitución y cuerpo de reglamento, que los niños puedan cantar en la escuela”.
¿Qué ha sucedido para que España haya fracasado en sus relaciones con su región más rica? En primer lugar, los errores cometidos por los distintos Gobiernos del PP y del PSOE, que han conseguido apoyos de los partidos nacionalistas catalanes y vascos para sus Ejecutivos nacionales en minoría a cambio de dinero y transferencias (“apóyame en Madrid y haz lo que quieras en Barcelona”, era el mensaje). Esa política de paz por territorios se ha mostrado ineficaz en el largo plazo.
Pero más grave todavía ha sido la total ignorancia de lo que estaba sucediendo en Cataluña: un movimiento silencioso de reprogramación nacionalista promocionado por la Generalitat y que afectaba al pensamiento, la enseñanza, la Universidad y la investigación, los medios de comunicación, las entidades culturales, el mundo empresarial, la proyección exterior, las infraestructuras y la Administración. Esos son los nueve apartados del documento que vio la luz en octubre de 1990 y que tenían un objetivo claro: construir a España como enemigo de Cataluña, para lograr el fin último de la independencia.
El escritor italiano Umberto Eco publicó en 2012 un ensayo titulado Construir al enemigo, en el que explicaba el valor de contar con adversarios en política. “Tener un enemigo es importante”, dice Eco, “no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo”.
Esta teoría explica la mayoría de los movimientos populistas que están creciendo en el mundo en este siglo. Desde el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump (que ha creado el enemigo del inmigrante, haciendo trampas sobre el terrorismo internacional), hasta los promotores del Brexit británico (también utilizan al inmigrante como enemigo, junto a la burocracia europea, para abandonar la Unión Europea), los movimientos ultraderechistas y xenófobos de distintos países de Europa y, por supuesto, los grupos de izquierda radical (entre los que se encuentran en España Podemos y la CUP), cuyo adversario es el sistema y lo que llaman el régimen del 78. También el yihadismo ha conseguido crecer al construir un enemigo global.
El ensayo de Umberto Eco añade: “Desde el principio se construyeron como enemigos no tanto a los que son diferentes y que nos amenazan directamente, sino a aquellos que alguien tiene interés en representar como amenazadores aunque no lo hagan directamente; de modo que lo que ponga de relieve su diversidad no sea su carácter de amenaza, sino que es su diversidad misma la que se convierta en señal de amenaza”.
El psiquiatra Enrice Baca va más allá al explicar que “la construcción del enemigo consiste en un proceso de despojamiento del otro-persona, potencial objetivo de la agresión, de toda característica humana. Eso supone la eliminación de cualquier rasgo personal que lo haga aparecer como otro-yo, que pueda despertar rasgos de piedad, solidaridad o identificación”. En otras palabras, el enemigo construido debe ser una cosa que hay que eliminar.
El helicóptero de Mas
Seguro que el 15 de junio de 2011, el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, no afinó tanto como Eco o Baca en el plano teórico, pero sí emprendió la fase final de construcción del enemigo que llevaría a Cataluña y al resto de España a la mayor crisis institucional desde que se instaurara la democracia hace 40 años.
Ese día, Mas tuvo que acceder al Parlament de Cataluña en un helicóptero de los Mossos d’Esquadra, acompañado de la presidenta de la Cámara, Núria de Gispert, porque centenares de manifestantes rodeaban el edificio protestando por los recortes aprobados en los presupuestos autonómicos de ese año. Otros dos helicópteros transportaron a parte del Govern y varios microbuses a decenas de parlamentarios, a través del zoológico de Barcelona, para evitar a la multitud de indignados.
El sociólogo Joan Navarro, vicepresidente de Asuntos Públicos de la consultora Llorente y Cuenca, explica que en ese momento, “el catalanismo de CiU, que hasta entonces era garante de un modelo diferente, comprendió que todo había cambiado y tomó la decisión de emprender el camino hacia el independentismo, como fórmula de defensa frente a los efectos de la crisis económica y bajo la presión de ERC y la CUP”. Todo ello, sin olvidar la irrupción de los casos de corrupción en CiU.
Hasta entonces, la mayoría de los catalanes se conformaban con el victimismo histórico de que España no les entiende y que había que seguir luchando “por defender el hecho diferencial con la historia, la voluntad de ser nación y la lengua como hecho diferencial política de Cataluña”, añade Navarro, “pero ahí se pasó del ‘España no nos entiende’ al ‘España nos roba’, un escalón decisivo en la construcción del enemigo”.
El nacionalismo catalán llevaba 30 años defendiendo una posición diferencial y obteniendo buenos réditos en sus negociaciones con los Gobiernos en minoría del PSOE y del PP. Pero el segundo Ejecutivo de José María Aznar, en 2000, con mayoría absoluta en el Congreso, supuso un cambio de rumbo, con el bloqueo, no solo de las relaciones con la Generalitat, sino con el resto de los Gobiernos autónomos.
Ese movimiento recentralizador duró poco y la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder, en 2004, cambió el paso y abrió una nueva etapa de relaciones bilaterales entre Madrid y Barcelona y de elaboración de un nuevo Estatuto de Cataluña.
Los debates, votaciones, correcciones, referéndum y, finalmente, el recurso y la sentencia del Tribunal Constitucional, en plena crisis económica en España, fue enfrentando cada vez más a los partidos catalanes con los nacionales y la llegada de Mariano Rajoy al Gobierno, en 2011, terminó de encender la mecha del conflicto. El proceso de señalamiento de España como enemigo de Cataluña iba creciendo a medida que ERC y la CUP iban ganando posiciones.
Tras las elecciones plebiscitarias de 2015 y las manifestaciones multitudinarias de La Diada durante varios años, los independentistas más radicales consiguen eliminar a Artur Mas y colocar a Carles Puigdemont al frente de un Govern que avanza hacia la consolidación de un enemigo (primero fue rival y luego adversario) al que combatir.
Se pasa entonces del “España nos roba” al “España nos oprime” y se moldea a ese enemigo de Madrid como alguien que no quiere negociar, ni siquiera dialogar, con Cataluña y que les obliga a reaccionar saltándose la legalidad. No deja de ser cierto que desde que el Constitucional echó abajo el Estatuto, en 2010, la actitud de los sucesivos Gobiernos de Rajoy fue muy poco receptiva, por decirlo de una manera fina, ante las peticiones catalanas.
“Con el paso del tiempo y a medida que avanzaba el procés, el secesionismo comprendió que no tenían ni el apoyo, ni siquiera el reconocimiento internacional, ni la fuerza suficiente para llevar a cabo la independencia”, explica Joan Navarro. “Y ya en última etapa pasaron a la guerra del espejo, que consiste en obligar al Gobierno de España a que se enfrente a su propios demonios y que se convirtiera en una fuerza de opresión, de ocupación”.
La última fase para redondear la figura del enemigo de Cataluña fue la organización del referéndum ilegal del 1 de octubre. Las fuerzas separatistas eran conscientes de que, pese a contar con mayoría de diputados en el Parlament, no tenían ni los apoyos, ni la legalidad, ni las estructuras para poner en marcha la república catalana; así que siguieron adelante con el objetivo de forzar la confrontación con el Estado (“España nos reprime”), mediante una vieja táctica política de situar al enemigo frente a la paradoja de los errores inevitables: cualquier decisión que tomes te perjudica. Y así fue.
Decidieron subvertir la legalidad para obligar al Estado a utilizar el principio de la fuerza, y lo consiguieron. Las imágenes de la Policía Nacional y la Guardia Civil golpeando a civiles que iban a votar dieron la vuelta al mundo, en beneficio de los independentistas y en contra de un Estado democrático al que habían convertido en un enemigo cruel y opresor y al que etiquetaban de franquista. Si a eso unimos la entrada en prisión de los miembros no fugados del Govern, acusados de tres delitos muy graves, el relato de “España nos reprime” quedaba redondo.
Con lo que no contaron los ideólogos separatistas fue con la decisión colegiada de Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera de complementar la aplicación del artículo 155 de la Constitución con la convocatoria de elecciones autonómicas en la primera fecha posible: el 21 de diciembre. Las supuestas represión, agresión, opresión u ocupación quedaban en entredicho cuando el Gobierno de España anunciaba las urnas para decidir el futuro de Cataluña.
Si a eso unimos la renuncia pública a la declaración unilateral de independencia de los líderes secesionistas e incluso la negación de los pasos dados en el Parlament, el resultado es algo confuso. “En estos momentos”, explica Joan Navarro, “hay dos millones de catalanes defraudados porque sus líderes no cumplieron la promesa de llevarles a la república catalana, y otros millones con miedo a la vuelta al procés. Lo que ha conseguido Rajoy es devolver el conflicto a Cataluña”.