Joan Tapia-El Confidencial

El pasado domingo escribí que Puigdemont proclamó la república catalana el pasado 27-O aunque sabía —así lo dijo a sus ‘consellers’ la madrugada anterior— que la independencia era imposible. La razón última (no la única) fue que no se atrevió a confesar a su 47% de fieles que todo el teatro montado desde 2012 —la independencia sin dolor, con referéndum pactado no pactado, y aprobada por Europa— era solo una “bonita historia”. Para Puigdemont, aceptar públicamente —lo intentó aquella mañana ante los diputados de JxS y no triunfó— que solo quedaba la opción de la marcha atrás y convocar elecciones, como había pactado vía Urkullu, debió ser tan tremendo como habría sido para un imaginario Papa de Roma, incluso tras una revelación divina, comunicar al pueblo cristiano que ¡mala suerte! Dios no existía.

Pero tras aquel 27-O, con el 155 y la presentación de los partidos separatistas a las elecciones autonómicas convocadas por Rajoy, para quien tuviera ojos quedó meridianamente claro: la independencia se había estrellado y era obligado revisar el objetivo final y —más todavía— el método: la declaración unilateral. Pero el resultado de las elecciones del 21-D, con el mantenimiento de la mayoría independentista, llevó al secesionismo a una doble esperanza y una doble estrategia.

Unos, los maximalistas, encabezados por Puigdemont desde Bruselas, los diputados de JxCAT seleccionados por él (una veintena), la ANC y en una posición más extrema la CUP, pensaron que el fracaso del 27-O era solo un medio fracaso. Se podía mantener el objetivo (la república) y utilizar la mayoría tanto para volver a mandar en la Generalitat como para plantar cara al Estado con una táctica doble: insistir, aunque fuera con fuegos artificiales, en la república y recuperar el presupuesto y los empleos autonómicos.

Lo peor para el separatismo es que, aunque el juez Llarena no lo hubiera impedido, Sànchez tenía el veto de la CUP

Lo han intentado —con el seguimiento renqueante de todo el movimiento— proponiendo la investidura de Puigdemont y luego la de Jordi Sànchez. En la primera fracasaron por la prohibición del Tribunal Constitucional, la fuerza de la gravedad del Estado. En la segunda, por lo mismo —la denegación por parte del juez Llarena del permiso para que Sànchez saliera de la cárcel y acudiera al Parlamento—, pero además por la división interna de los maximalistas, ya que la CUP, necesaria si Puigdemont y Comín tienen que mantener su peculiar estatus, se ha negado a votar a Sànchez alegando que el programa pactado entre JxCAT y ERC —no sin grandes dificultades— es autonomista y poco rupturista. Si el juez Llarena hubiera dado el permiso, el fracaso habría sido más estrepitoso: 64 votos a favor de JxCAT y ERC; 65 en contra de Cs, PSC, los comunes y el PP; cuatro abstenciones de la CUP, y; dos diputados ausentes (Puigdemont y Comín).

Está claro que el maximalismo ha fracasado. Ahora intentará su plan C (para eso ha convocado hoy Puigdemont a los diputados de JxCAT en Bruselas), consistente en la elección de Jordi Turull, diputado del PDeCAT y bien visto por Puigdemont. La fuerza de gravedad española no se opondrá (aunque no gusta nada, lo prefiere a seguir en el ‘impasse’), pero nadie sabe —quizá ni ellos— lo que hará la CUP. ¿Apostará a que Jordi Turull, el político del PDeCAT que era el candidato de Artur Mas a dirigir el partido, sea más rupturista que el antiguo presidente de la ANC, hoy preso en Soto del Real? Difícil, pero no imposible.

Pero ya ha quedado claro que Turull —o el que al final sea elegido si no hay repetición electoral— no podrá salirse, salvo algún gesto y atrevimiento declarativo, del marco autonómico.

Pero el otro sector del independentismo —el pragmático, que quería volver a la Generalitat desde el primer día para ocupar terreno, gobernar y negociar— tampoco se ha salido mejor de la ventana de oportunidad del 21-D. Está formado —aunque poco unido— por las estructuras partidarias de ERC y PDeCAT, y cuenta con la proximidad de Òmnium, pero se ha dejado arrastrar bastante por los maximalistas. La razón es clara: sin el voto de la veintena de diputados puigdemontistas y de los cuatro de la CUP no hay mayoría independentista. E intentar una mayoría transversal es violar el dogma de que “todo lo que no es la independencia es una traición”. Solo Joan Tardà se ha atrevido a insinuarlo.

Así, la ventana de oportunidad del 21-D está siendo poco aprovechada o malgastada. La única opción real, la pragmática —aplazar o suspender el objetivo y gobernar y negociar—, ha sido rechazada por Puigdemont y sus radicales. Y los realistas —divididos en dos partidos rivales y con la tentación más de tirar agua al vino que de revisar y abjurar del dogma— no han plantado cara a los radicales y creyentes.

Doble mensaje de la ANC: uno, «queremos la república catalana ya»; dos, «¿qué coño pasa, para qué nos rompimos la cara el 1 de octubre?»

Así, el independentismo está hoy en una situación que recuerda a la del 27-O aunque con menos cartas. Los más inteligentes saben que el maximalismo es imposible, pero no tienen ni la fuerza ni la decisión de decir que —hoy por hoy— la república ni está ni se la espera. Insistir en ella parece cada día más un cuento chino.

Pero los creyentes siguen ahí. Por eso, el domingo la ANC —ojo, sin la participación de Òmnium— convocó una manifestación para los que creen que la república todavía existe o puede resurgir a corto: 25.000 manifestantes (45.000, según la Guardia Urbana), mucho público sesentón, pocos autobuses de comarcas y gente tan creyente como cabreada y desencantada con los políticos separatistas. Dos homilías del domingo indican el malestar secesionista. Agustí Alcoberro, presidente de la ANC, repitió el dogma oficial: “La gente se la jugó para defender las urnas el 1-O [el referéndum] y votó masivamente el 21-D, ahora toca dar un paso adelante (…) no hay marcha atrás, ya no nos sentimos ciudadanos del Reino de España sino de la república catalana y como tales exigimos su implementación”.

Fantástico, pero Jordi Pairó, del secretariado, puso el dedo en la llaga: “¿Qué coño está pasando? ¿Qué se nos está diciendo? ¿Para qué nos rompimos la cara el 1 de octubre y para qué sufrimos represalias? ¿No sirvió para nada? ¿Qué quiere decir investir un presidente efectivo [el deseo de ERC desde hace semanas]? ¿Uno puesto por el Gobierno español? ¡Basta! ¡La voluntad de las urnas no debe ceder ni un paso!». Y algunos de los congregados entonaban ‘Puigdemont, el nostre president’.

La gran arma del independentismo era un relato que generaba ilusión, que hoy ‘reconoce’ que se está haciendo incomprensible

Pero fueron 25.000 cuando hace meses eran 800.000. ¿Qué ha pasado? Francesc-Marc Álvaro, un agudo columnista secesionista, lo explica bien: “El gran éxito del independentismo fue crear un relato que generó ilusión y que tiene una ventaja objetiva: no tiene competencia, nadie ha escrito todavía un nuevo relato de España que pueda seducir a los dos millones [de catalanes] que han desconectado [de España] en solo seis años (…) Hasta el 21-D [elecciones] este relato resiste, aunque la DUI y el posterior 155 muestran descarnadamente sus fallos y debilidades, [pero] la represión del Estado tapa esta erosión narrativa”.

Y acaba: “Hoy la discordia de las listas independentistas, las contradicciones de discurso, las acciones sin coordinación de unos y otros, LA LEJANÍA ENTRE LO QUE SE PROCLAMA Y LO QUE SE PODRÁ HACER, todo este retablo barroco lleva a una conclusión: EL RELATO DEL INDEPENDENTISMO (…) SE ESTÁ HACIENDO INCOMPRENSIBLE PARA SUS MISMOS PARTIDARIOS. El factor más atractivo del soberanismo era tener una buena historia, pero eso se está perdiendo”.

En efecto. La DUI del 27-O y el 155 demostraron que la independencia era imposible (que Dios no existía). Luego la ventana de oportunidad brindada por el 21-D no se ha sabido ni gestionar ni aprovechar. Se ha querido hacer creer que todo sigue siendo posible (como si el Supremo pudiera desaparecer de un plumazo), que Dios todavía existía y han aumentado las divisiones. Y ahora, cuando va a hacer cinco meses de la DUI, ha llegado irremisiblemente el tiempo de la descreencia.

Pero Álvaro tiene razón. Más allá de que en Europa no se debe ni se puede obviar el Estado de derecho, falta un relato de España que guste a los dos millones de catalanes que han desconectado. En democracia, la ley debe respetarse, pero la transición de Adolfo Suárez, Felipe, Carrillo —e incluso Fraga— generó más empatía en Cataluña. E incluso supo cooptar a Josep Tarradellas, el presidente de la Generalitat elegido en el exilio, en pleno franquismo.

¿Fue más seductor Juan Carlos, al que Carrillo calificó de El Breve, que Felipe VI? Lo seguro es que Tarradellas tenía más cuajo que Puigdemont.