Francisco Rico-El País
Ensimismados en su particular universo, los secesionistas olvidaron que existía un poderoso “Estado español”
Estoy con usted, Marta. Si yo hubiera cometido un delito que pudiera llevarme a la cárcel 20 años (y no las 40 fechorías castigadas con seis meses que verosímilmente he perpetrado), habría obrado igual que usted, me sintiera o no culpable: saliendo por pies o, en la jerga al uso, sustrayéndome a la acción de la justicia.
En la carta en que explica por qué ha decidido huir a Suiza, alega que es la única forma que tiene de recuperar su “voz política”. No se me antoja una razón válida. Nadie le impide dejarla oír tan ruidosamente como lo hace una infinidad de correligionarios suyos. Cosa distinta es, claro, saltar del dicho al hecho; y consta, porque lo han visto nuestros ojos, al margen de calificaciones jurídicas, que usted, señora Rovira, lleva años impulsando rabiosamente una secesión de Cataluña por la vía de los hechos consumados. Vale decir: robándonos a todos los españoles, entre otros bienes, el derecho a decidir si queremos cambiar o no una Constitución y unas leyes nacidas de un democrático acuerdo entre todos.
Por el contrario, nada objeto a otra de las razones que alega para huir de España: “Tengo una hija, Agnès… El exilio me permitirá hacer de madre…”. Irreprochable: ninguna meta en la esfera pública puede sobreponerse a la querencia por un hijo.
Entre la independencia formal que persiguen y la independencia efectiva que gozan, las distancias son minúsculas
Tanto menos cuando la meta es quimérica y cuando el procés unilateral hacia ella tenía unas consecuencias perfectamente predecibles. Ahí está la cuestión de veras intrigante. Pongamos aparte aldeanos, menestrales y gentes de menor cuantía, para preguntarnos cómo es posible que personas educadas, con formación universitaria, y entre ellas una infinidad de picapleitos, no hayan previsto que quebrantamientos de la ley tan manifiestos como la proclamación de independencia de una región española debían provocar la respuesta automática de la ley. Los separatistas no paran de hablar de intolerable represión brutal: más exacto parecería ineludible reacción legal. Porque el Código Penal carece del mínimo sentido del humor y se ha tomado en serio una broma pesada que no merecería más de un mes de arresto menor.
Pero, ¿de dónde viene la ceguera de los conspiradores? Intuyo una explicación: que han vivido solo en una Cataluña independiente, en la que España no pasa de una referencia remota, sin incidencia auténtica en la realidad.
Nada nuevo. Para ahorrarme detalles bien conocidos, baste aducir como notario de la situación a Juan-José López Burniol: “Desde el siglo XVI Cataluña ya se mueve como una nación moderna, autónomamente del resto de la Península, sin proponérselo y de forma espontánea”. Con el Estatuto en vigor, la burbuja se hincha aparatosamente: a las amplísimas competencias de la Generalidad (educación, sanidad, vivienda, orden público, etcétera) se unen las esperanzas que abre su capacidad legislativa. La cotidianidad de un ingente grupo de catalanohablantes transcurre exclusivamente dentro de las coordenadas del Principado, y si España aparece a lo lejos es apenas como una sombra hostil a tales esperanzas, pero mayormente sin fuerza, paralizada, inactiva.
Quienes viven en el mundo cerrado de esas percepciones tienen buena parte de razón. No es que crean que Cataluña es independiente: es que de hecho su Cataluña es independiente. Entre la independencia formal que persiguen y la independencia efectiva que gozan, las distancias son minúsculas, simples flecos que a menudo se dejarían resolver con una humilde orden ministerial. Pero ensimismados en su particular universo, cociéndose en la salsa de su propio discurso, los secesionistas olvidaron que existía un poderoso “Estado español” y dieron en la ceguera de hacer las cuentas sin la huéspeda.
Ahora bien: al primer topetazo con la realidad, con una justicia inevitable, los más de ellos se han apresurado a renunciar al independentismo, a sus pompas y a sus obras unilaterales. No por cobardía, pienso, sino porque han comprobado qué es lo que hay y cómo es. ¿Vale la pena engañar y poner en pie de guerra a una legión de ilusos y sacrificar la propia vida por el capricho de una soberanía formal, casi indistinguible de la que ya se detenta?
Recapacítelo, Marta. Declara usted la “profunda tristeza” que siente al alejarse de tanta gente a la que quiere y dejar de ver “los paisajes que la rodean desde la infancia”. Yo, Marta, le deseo de todo corazón que no tarde en volver a “pasear por las ciudades donde ha vivido”, con Agnès, en una Cataluña real y en paz consigo misma.
Francisco Rico es filólogo e historiador de la literatura.