José I. Torreblanca-El País
Sorprende que los jueces alemanes hayan pasado por alto una ley que encaja perfectamente en el catálogo histórico de golpes de Estado
El 6-7 de septiembre del año pasado, el Parlament catalán aprobó una ley de referéndum que muy pocos, dentro y fuera de España, han leído. En su artículo 1 dejaba claro que “regula la celebración del referéndum de autodeterminación vinculante sobre la independencia de Cataluña”. No se trataba, como muchos quisieron hacer creer (recuérdense las declaraciones de Pablo Iglesias o Ada Colau), de una consulta o movilización popular con pretensiones festivo-simbólicas, sino de una ley por la que el Parlament se constituía en sujeto político soberano, se autoconcedía el derecho de autodeterminación y organizaba un referéndum de independencia.
Un referéndum que, según el artículo 4.4, conduciría de forma automática a la independencia en las 48 horas siguientes sin tener en cuenta el número de personas que participaran efectivamente en él (“si en el recuento de los votos válidamente emitidos hay más votos afirmativos que negativos, el resultado implica la independencia de Cataluña”). Claramente, el referéndum estaba diseñado para que solo pudiera salir un resultado favorable a la independencia.
Esa ley no escondía su naturaleza. En el artículo 2.2 afirmaba establecer “un régimen jurídico excepcional, dirigido a regular y garantizar el referéndum de autodeterminación de Cataluña”. Además, para blindarla de cualquier modificación se estipulaba que “prevalece jerárquicamente sobre todas las normas que puedan entrar en conflicto con la misma, en tanto que regula el ejercicio de un derecho fundamental e inalienable del pueblo de Cataluña”.
Sorprende que los jueces alemanes hayan pasado por alto una ley que, al afirmar su excepcionalidad, inderogabilidad y supremacía, encaja perfectamente en el catálogo histórico de golpes de Estado que se han llevado a cabo al aprobar los parlamentos normas excepcionales que confieren poderes extraordinarios al poder ejecutivo. Su República de Weimar, por cierto, pereció por un golpe parlamentario: la llamada ley habilitante concedió al entonces canciller Adolf Hitler, que había ganado las elecciones, plenos poderes para aprobar leyes sin pasar por el Reichstag. “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, sostuvo Carl Schmitt (1888-1985), que lo definió como “la suspensión de la Constitución por el poder soberano”. El golpe que no fue quiso ser.