El fracaso estaba escrito

Editores-Eduardo Uriarte

El problema de un régimen partitocrático, como el nuestro, no es sólo que los partidos influyan en todos los ámbitos y tiendan a controlar todo, es que partiendo de esa práctica intrusista y de una ideología totalizante, en la que el interés del partido determina todo, acaban por erosionar profundamente las instituciones fundamentales del sistema democrático.

El bien general es reemplazado por el interés y el bien del partido, instituciones y discursos necesarios y sustanciales en toda democracia tienden a ser obviados, “a España no hay quien le escriba”, porque toda la literatura es para loar al partido. Sobrepasado un límite en el enfrentamiento partidista, abandonado todo discurso común, no es cierto que la confrontación de los proyectos diferentes de los partidos pueda coadyuvar al bien común, la democracia es un sistema de límites y si se traspasan el sistema quiebra, la confrontación acaba por superar cualquier sistema de convivencia.

Desafortunadamente, en la actualidad sólo sus objetivos, incluso ocurrencias que vengan bien a los intereses sectarios de cada fuerza política, tienen vida en el seno de cada iglesia partidista. Junto a ello han aparecido los especialistas en comunicación e imagen, capaces de disfrazar lo aberrante, o la mayor de las heterodoxias, en algo útil y necesario, manteniéndonos entretenidos en rifirrafes diarios que sólo sirven para deteriorar la cosa pública. El interés general es una ficción en el actual estado de cosas, el interés general no existe, es el del partido, y dentro de éste, el de su élite dirigente. Cómo se va escribir de España si ella, la nación, espacio común en los países cercanos, suavizaría el enfrentamiento entre los dos grandes partidos. Por eso hace tiempo para la izquierda la nación resultó un concepto discutible o, en todo caso, para ser disuelta en la plurinacionalidad.

Así las cosas, se entiende la osadía en la maniobra de Sánchez asumiendo el Gobierno mediante el apoyo de todos los que quieren derribar este Estado. Quizás los bien pensantes hubieran esperado, a pesar de todos los escándalos de corrupción que asolan al PP, que una fuerza constitucional desde el origen, coparticipe en la elaboración de esta Constitución, a la que tanto le debe la democracia española, fuera a abstenerse de tomar la Moncloa con el apoyo de todos los que quieren subvertir el sistema.

Pero se han visto decepcionados por la audacia exhibida por Sánchez, una audacia que se entiende si todo se supedita al interés del partido. Y estaba claro, además, que hasta la moción de censura de la que Sánchez sale triunfante el PSOE atravesaba una situación agónica. Quizás sorprenda más la presencia de Borrell en un Gobierno sostenido por, entre otros, los golpistas del nacionalismo catalán. Gobierno que soportará todo con tal de mantener la ilusión de que el diálogo pacifica las relaciones con los secesionistas a los que debe el poder. Con este comportamiento la política se liquida, porque la exclusiva meta del poder por el poder elimina el terreno de juego auspiciado por la Constitución, en manos de los que quieren abolirla en cualquiera de sus posibles modalidades. Es el triunfo de la reacción.

Sólo se puede entender esta desestabilizadora situación asumida por el PSOE si tenemos en cuenta el peligroso distanciamiento político que desde hace años se estaba fraguando entre éste y el PP. Un distanciamiento para alegría de los gacetilleros de las crónicas políticas ante tanta sorpresa y acontecimiento que narrar, pero acontecimientos que destruyen el espacio constitucional, es decir, el del juego de la política. Sobra todo discurso que no sea el de la toma del poder.

Acceden los nuestros y echamos a los otros, puro cainismo hispánico que asola cualquier republicanismo civilizador. Quizás el PSOE haya llevado al límite esta degradante concepción sustitutiva de la política, pues el referente ideológico fundamental y casi único entre su gente es la fobia al PP.  Bajo este manto ideológico, echar al PP, madre y padre de todos los vicios, se puede aceptar el apoyo, y así llegar al poder como fuera, en un impulso más religioso que político, de todos los que quieren destruir el Estado. Toda reflexión que no proceda de la militancia del PSOE reconoce que el apoyo recibido por este partido se dirige a desestabilizar el sistema y favorecer los intereses del populismo y el separatismo.

Es evidente que en el seno de esta dialéctica política del caiga quien caiga, sin apreciar el riesgo de volar la arquitectura institucional, ninguna democracia puede sobrevivir. Que tal tipo de maniobra arriesgada en un ámbito ideológico de enfrentamiento desaforado con la derecha va a favor de un régimen totalitario, pues este tipo de ideología frentista y exaltada rompe la necesidad del adversario, la leal oposición, en cualquier democracia. Si a una ideología exaltada añadimos las contradicciones e incoherencias entre los enemigos del PP, sólo un decidido caudillaje, de manos firmes y fotogénicas, pueden sostener cierta estabilidad, y del caudillaje a la posterior dictadura sólo hay un paso. Los comportamientos políticos se han apartado demasiado de las formas que toda democracia requiere como para no temer su profunda crisis.

Bien es cierto, y sirva de excusa, que la situación en la que Sánchez veía a su partido era agónica, lo que para todo buen militante izquierdista le exige saltar barreras y lanzar cualquier operación que saque a su partido de la tumba.  Y en esa esperanza actuó sin reconocer que lo que puede ser alivio para hoy se pueda convertir en profundo crítico deterioro del sistema político, abocado a su desastre. Sin embargo, el fin del sistema lo había certificado antes Rajoy convirtiendo en exclusivo problema judicial un problema de naturaleza política, un problema que hubiera exigido en primer lugar unas decisiones represivas por parte del Ejecutivo, desde el momento en que el gobierno autónomo de Cataluña se declaró en rebeldía. La partitocracia erigida por un bipartidismo inoperante en la acción de impulso, bipartidismo sólo para la labor de oposición y para la alternancia en el poder, se declaró incapaz de hacer frente a una crisis de la dimensión que presentó el secesionismo golpista. La partitocracia había acabado por convertirse en un sistema para la confrontación no para resolver problemas. Es decir, en inoperancia.

Más de veinte años sin ningún acuerdo importante entre los grandes partidos, no sólo en temas constitucionales como en la cuestión territorial, el Título Octavo, el Senado, sino en leyes necesarias, como en educación, defensa, relaciones exteriores, inmigración, etc. Y acuerdos sólo en lo que a ambos afectaba, y aún así a duras penas, en el reparto de poder, habían convertido al sistema del 78 en un organismo políticamente débil, vulnerable, incapacitado, ante cualquier amenaza política. Sólo leves cambios constitucionales fueron posibles porque vinieron impuestos desde la UE.

Por ello no hay que escandalizarse demasiado ante el rechazo de la extradición por rebelión de la judicatura alemana. No se le puede pedir a un juez que resuelva una situación de rebelión política cuando el sistema político carece de cohesión constitucional, el fracaso estaba escrito.

 

Eduardo Uriarte