Ignacio Varela-El Confidencial
Los dictadores mueren dos veces. La segunda, la definitiva, es la política: sucede cuando la figura del tirano se borra de la conciencia colectiva y del debate público
La decisión que hoy tomará el Consejo de Ministros, entre fanfarrias de trompetas anunciadoras de justicia histórica, es a la vez extemporánea, inútil e impúdica.
Los dictadores mueren dos veces. La primera muerte, la física, resulta más dolorosa cuando acaban su vida en el poder, porque muestra que solo la biología pudo derrotarlos. La segunda muerte, la definitiva, es la política: sucede cuando la figura del tirano y los efectos de su régimen dejan de ser operativos a todos los efectos. Cuando se borran de la conciencia colectiva y del debate público, pierden todo valor referencial y ya no determinan ni condicionan nada ni a nadie. Primero muere el personaje; después, se desvitaliza su legado. Solo entonces puede decirse que el dictador y su dictadura se han extinguido.
Nada de lo que ocurre hoy en España, ninguno de los debates que nos ocupan ni de los problemas que nos preocupan tienen que ver con aquel legionario mediocre y sádico que firmaba penas de muerte en la hora del desayuno y ordenó que las peticiones de indulto le llegaran después de las ejecuciones. “Atado y bien atado” quiso él dejar el futuro de España. Muerto y bien muerto quedó aquel propósito, porque su huella no es reconocible en ningún sector de nuestra sociedad.
Retomar a estas alturas el eje franquismo-antifranquismo como un elemento pertinente de clasificación política y restaurar al antifranquismo como épica para dar aire a un Gobierno escaso de oxígeno no es ningún avance. Es involutivo y esencialmente extemporáneo (lo contrario de contemporáneo). Tuvo que llegar Pedro Sánchez a la Moncloa para otorgar a Francisco Franco la victoria póstuma de su resurrección política, con sus huesos convertidos en fetiche y toda España mirando a su tumba. En los dos últimos meses se han multiplicado las visitas al Valle de los Caídos, enhorabuena.
Pretende instrumentalizarse para situarse favorablemente en el espacio político y estigmatizar a los adversarios con etiquetas infamantes
Quizá sacar esos restos de donde están, entregárselos a su familia y echar un discreto cierre al siniestro monumento sería un razonable acto de higiene. Pero todo su valor profiláctico desaparece cuando, por una parte, se maneja como un espectáculo circense dentro de un estudiado plan de ‘marketing’; y por otra, pretende instrumentalizarse para situarse favorablemente en el espacio político y estigmatizar a los adversarios con etiquetas infamantes. Si además se usa como coartada encubridora de la propia incapacidad, lo higiénico pasa a ser infeccioso.
Había muchas formas prudentes de conducir esta gestión. Pero el Gobierno de Sánchez ha elegido conscientemente la más polarizadora y divisiva. Con esa obsesión de la actual dirigencia socialista por hacer que sus rivales “se retraten”, ha buscado hacerlo provocando un ‘show’ mediático y parlamentario. Y como cebo, un recurso normativo, el decreto-ley, manifiestamente inadecuado para la ocasión. La trampa queda así tendida: consentir es dar por bueno un abuso constitucional (que hoy sirve para esto pero mañana se usará para cosas mucho más serias), y oponerse te hace sospechoso de franquista. La manipulación es tan obvia que resulta obscena.
Uno de los palafreneros del sanchismo, recientemente recompensado con la presidencia de una empresa pública, lo explicó ayer en un tuit: “Franco (su tumba), Salvini (inmigrantes) y Puigdemont (Torra) están escorando al PP y a Ciudadanos tan a la derecha que el hueco que dejan es enorme. ¿Podrá ocuparlo este PSOE sin perder la izquierda?”.
Se le entiende todo al cortesano. Quizá no le han explicado el viejo principio de que las estrategias se aplican, pero no se explican. Pero veamos: la especie de que los actuales dirigentes de Ciudadanos y del PP son nostálgicos del franquismo en apresurado viaje hacia la extrema derecha puede ser cierta o falsa. Si es falsa, estamos ante una injuria política y un atentado a la convivencia desde el Gobierno de la nación. Y si fuera cierta, no veo nada que festejar: en tal caso, cualquier gobernante sensato debería sentirse sumamente preocupado. Alguien aquí está jugando con fuego.
El decreto-ley solo puede usarse “en caso de extraordinaria necesidad”. ¿Lo estamos? No si miramos la situación del país
Dice la Constitución que el decreto-ley solo puede usarse “en caso de extraordinaria necesidad”. ¿Estamos en ese caso? Evidentemente, no si se mira desde la situación del país; pero quizá sí si se mira desde la situación de Sánchez. Por una parte, está la extraordinaria y urgente necesidad de empastar de nuevo a la quebradiza mayoría fundacional del Gobierno (ya que no resulta sencillo hacerlo con algo que tenga que ver con el futuro, se recurre al viejo y sabroso pasado); y por otra, la de obtener alguna victoria resonante en el Parlamento y arrinconar a la oposición. Franco es ideal para ambas cosas, quién le iba a decir al general golpista que algún día sus huesos serían de tanta utilidad para un gobierno socialista.
Pero quizá lo más interesante del episodio sea su inserción en la estrategia de comunicación del presidente del Gobierno. Jorge Bustos lo ha descrito certeramente en ‘El Mundo’: “La legislatura avanza como una novela picaresca, género generoso que permite al protagonista cabalgar toda contradicción con tal de satisfacer su afán de medro”.
Ahí está la clave del plan: pasar del género picaresco al libro de caballerías, vestir a un aventurero del poder con el ropaje de un héroe legendario dotado de superpoderes frente a los supervillanos, transmutar a Guzmán de Alfarache en Don Quijote -o si lo prefieren, al pequeño Nicolás en Supermán. Si analizan con ese prisma estos dos meses de gobierno, desde el Aquarius a esta resurrección de Franco, verán que todo encaja.
No hay ninguna valentía en remover ahora los huesos del dictador y hacer ‘agit-prop’ con ellos. Valiente y, además, responsable habría sido, por ejemplo, reunir al día siguiente de la moción de censura a los cuatro partidos de ámbito nacional para pactar una fecha de elecciones generales y sacar al país del pantano institucional en el que está metido desde octubre de 2015. Valiente sería explicar a Podemos y a la sociedad que la economía viene otra vez dura y que no está el patio para ciertas alegrías. Apear a Torra de cualquier ilusión y a Casado y Rivera de cualquier tentación. O en lugar de usar a Salvini como espantajo ideológico, sentarse con él y tratar de traerlo a la razón, ya que en materia de inmigración Italia y España tienen posiciones distintas pero intereses coincidentes. Pero esa es otra clase de valentía.